De leyes balsámicas

Utilizar las leyes para imponer la verdad oficial es tentación recurrente de gobernantes que acaba desnaturalizando la Ley y pervirtiendo el estado de derecho.

Aunque a estas alturas de nuestra democracia a algunos les pueda sorprender, no todo lo legal es bueno. Lo digo por cuanto a base de insistir se ha ido implantando la idea de que basta legalizar algo para convertirlo en bueno; no digamos si además se declara constitucional. Una vez aceptado esta suerte de principio, lo de menos es si la cuestión de que se trate es buena o mala, mientras resulte útil para el poder lo único relevante es dotarle de rango legal. Entonces, como por arte de magia, lo malo se torna en bueno y lo peor es asumible.

Claro está que, para convertir el innoble plomo en oro sin disponer de la piedra filosofal, más que alquimistas son precisos oscuros sastres bien mandados dispuestos a hacer leyes a medida del interés político que toque. Y si para confeccionarle un traje legal al asunto, por muy deforme que este sea, es necesario estirar, encoger, retorcer o poner un parche a los paños legales vigentes, para eso siempre hay voluntarios dispuestos a manchar sus togas con los polvos del camino, como dijo quien hoy ostenta la presidencia del Tribunal Constitucional.  Pero si grave es que desde el poder se caiga en la tentación de instrumentar la ley y la justicia a su capricho y lamentable que cuente con tantos acólitos, peor es que la sociedad se haya acomodado a esta práctica.

¿Cómo se ha llegado al punto de que cuestiones, en principio rechazadas por amplias mayorías, hayan pasado a ser perfectamente toleradas cuando no asumidas al ser legalizadas?, es materia compleja que supera este artículo. Sin duda la venta del producto ha tenido mucho que ver. Presentadas como remedios de graves males, cuales salutíferos bálsamos que curan heridas y cierran llagas, todas estas iniciativas tan turbias como envolventes tiran de fibra sentimental y anhelos de paz, amor y convivencia. ¿Quién se va a resistir a tan buenos deseos? Hace falta ser muy insensible e intransigente para oponerse a leyes tan altruistas sólo por el mero hecho de que su encaje requiera una interpretación adaptativa y flexible del marco legal.

Junto a la bonhomía del personal, no exenta de ignorancia y desidia, la aceptación social de leyes balsámicas también encuentra razón en el comportamiento de la oposición. Su ejemplo no ha sido precisamente edificante. Sin entrar a enumerarlos no son pocos los casos en que tan pronto una cuestión ha recibido la bendición del BOE o de una sentencia del TC, ha quedado aceptada y consolidada a pesar de haber sido previamente muy criticada. Evidentemente comportamiento tan ejemplar y coherente ha calado en el cuerpo social. Así, poco a poco, no sólo se han ido asentando nocivas leyes balsámicas sino la praxis que exige su aprobación, premiando a quienes no se paran en barras para lograrlo haciéndose con el control de los resortes del poder legislativo y judicial.  

Lo que unos y otros no parecen entender es que el abuso del bálsamo de Fierabrás genera adicción en los gobernantes que cada vez requieren de dosis más elevadas para satisfacer sus necesidades. Si antes de ayer fueron por ejemplo los derechos a decidir abortar o mudar de sexo y ayer los indultos, hoy toca la amnistía. Tampoco parecen tomar nota de que las leyes balsámicas, por ser pócimas mágicas, además de no generar en el pueblo el bienestar prometido resultan muy caras. Deberían saber que, si bien aquello que pretendían los alquimistas de transformar algo innoble como el plomo en oro es teóricamente posible, consume tanta energía que el oro resultante es mucho más caro que comprarlo en el mercado. Es lo que tienen las leyes balsámicas que, de seguir aplicándose, acabarán por agotar las energías del estado de derecho y vaciar de sentido la Nación española que barrunto es lo que se pretende.

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