De hablar sin pensar

Ni el tuteo ni la franqueza son excusa para espetar lo que se quiera cuando y donde plazca; pensar antes de hablar evita muchos problemas.

A medida que la distancia que marca el “usted” se ha acortado con el uso abusivo del informal “tu” los modales se han resentido notablemente. Sobran los ejemplos; hoy en cualquier momento puedes ser víctima de una muestra de esa espontánea proximidad que se traduce en una falta de respeto. Incluso queriendo ser amable, no saber medir la distancia entre el tu y el usted puede tensar la relación. Ante un «¿qué tal estamos abuelo?» el desconocido puede encontrarse con un «ni soy su abuelo ni sé que tal está usted».

Unos llaman naturalidad a apear el tratamiento, para otros es una reivindicación democrática de igualdad. Sin embargo, como para casi todo en la vida si no se ha aprendido a gestionar las alternativas según el caso, se corre el riesgo de equivocarse. Antes le llamaban saber comportarse y facilitaba mucho las relaciones sociales. Pero, como al declive de la buena educación se le sumó el de esa red protectora del respeto llamada formalidad arrumbada por la moderna informalidad, los malos modales campean a sus anchas en las relaciones personales y en la vida pública.

No obstante, debido a esa inclinación natural de las personas a creerse merecedoras de consideración, por informales que aparenten ser, antes o después, sin previo aviso, cuando sienten que se les ha faltado al respeto, tienden a reaccionar bruscamente. Y tanto más tajantemente cuanto más han presumido de informalidad y tolerancia. Actitud no infrecuente en “padres amigos”, “profesores colegas” y “jefes próximos”.

Así, con los años se aprende que, a quienes de pequeños no les han educado, la vida les suele pasar factura. Ya lo decía Pitágoras hace 2.500 años: “Enseña a los niños, y no será necesario castigar a los hombres”. Ahora bien, tampoco se trata de hacer recaer toda la culpa en los entes educativos. Siendo relevantes donde se aprenden buenos modales y a ser respetuoso es en la familia.

Pero como las familias no son entes aislados, para ejercer su insustituible labor requieren de la colaboración del entorno social. No hace tanto tiempo era normal que, más allá del núcleo familiar, el vecino, el tendero o el mero paseante llamase la atención del crío cuando se comportaba mal. Hoy reprender a un niño ajeno es arriesgado por ese exceso de proteccionismo que ha exacerbado el daño que a su sensibilidad puede causarle la amonestación.

De otra parte, frente a esa tendencia a reducir la educación a un mero acopio de conocimientos ligados a una utilidad material, el cultivo de otros valores más intangibles aunque esenciales parece haber decaído. Algo tan básico como enseñar a controlar impulsos y deseos ha sido confundido por muchos con una forma de represión. Respetar lo ajeno, pedir por favor y dar las gracias, ceder el paso o el asiento y otros tantos gestos cotidianos de urbanidad se maman en la niñez hasta convertirlos en automatismos como subir y bajar peldaños.

Y lo mismo sucede con saber tratar a cada cual sabiendo acertar en cada momento en qué lado ubicarse de esa línea que separa lo formal de lo informal. Habilidad a cuyo deterioro ha contribuido ese tuteo tan al uso reflejado en un fenómeno muy extendido; tratar a todos con el mismo rasero. No importa que se dirija a su madre, a un amigo, al profesor, que sea pequeño o viejo, conocido o desconocido, muchos jóvenes y mayores hablan a todos por igual.

Costumbre por cierto promovida por esos mayores tan del espíritu de «no me trates de usted que me haces sentir viejo». Los mismos que luego se ofenden cuando no les gusta que les espeten una franqueza como haría el joven con un amigo. Pues esta es otra de las normas elementales que forman parte de la buena educación; saber cuando callar y sobre todo pensar antes de hablar. Virtud eclipsada por esa espontaneidad tan alabada que lleva a decir lo primero que se le pase a uno por la cabeza, hoy tan notoria en la vida pública.

Amén de una falta de respeto, hablar sin pensar por creerse muy franco es muestra de escaso amor propio y poca vergüenza. Además, como quiera que hablar con franqueza y decir la verdad son cosas distintas, es fácil caer en el peligro de confundir la verdad con hablar sin pensar.

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