Hablando de igualdad

Siendo vieja aspiración humana tantas veces aprovechada para bien y para mal, lo cierto es que las personas somos diferentes. Por tanto, prometer la igualdad plena es de ilusos cuando no de demagogos.

En estos tiempos hiperbólicos en los que la mesura parece haber hecho mutis por el foro, entre tanto deseo exacerbado, la igualdad no podía quedar al margen. Se habla de ella sin freno, se exhibe como bandera y, sin mayores matices, se reclama a doquier como si el ser iguales fuese un don natural que alguien nos arrebató.

Y, entre tanto ruido, sin caer en que es precisamente la desigualdad lo que merece atención, no pocas gentes, incitadas por voces progres altisonantes, se empeñan en reivindicar lo inexistente; la igualdad.  Voces que tantas veces usan tan emotivo anhelo cual muleta para el engaño demagógico en aras de obtener o consolidar el poder.

La igualdad no es un atributo de la naturaleza humana. De hecho es muy raro hallar clones de seres vivos. Salvo algunas excepciones en seres inferiores cuya reproducción asexuada genera descendientes iguales que tampoco están libres de mutaciones diferenciadoras, el resto son diferentes. No existen individuos idénticos, todos y cada uno son desiguales conformando una de las mayores bellezas y misterios de la vida; la biodiversidad.

Por tanto, reivindicar la igualdad plena, no digamos prometer su logro, es  vano deseo cuando no un subterfugio para alcanzar otros fines. La ansiada igualdad no cabe en una sociedad formada por individuos diferentes. Además, ni toda igualdad es buena ni todas las desigualdades son malas. Más aún, si en la naturaleza la desigualdad es garante de su viabilidad y sostén, lo que motiva proteger la biodiversidad, en la sociedad, la desigualdad es un poderoso acicate para el progreso humano y social. 

Ante esta realidad de sociedades formadas por individuos no iguales y considerando que dicha desigualdad acarrea aspectos positivos y negativos, lo que parece razonable es conservar los primeros y mitigar los segundos. Lo irracional, antinatural y muy peligroso son esas corrientes mundialistas que aspiran, mediante ingeniería social, genética y del tipo que se tercie, a una suerte de homogeneización  tipo Un mundo feliz de Aldous Huxley. Un mundo en el que, por cierto, tampoco se alcanza la plena igualdad, pues el Estado Mundial que lo rige ordena la humanidad en castas alienadamente felices. Eso sí, a costa de suprimir la familia, la diversidad cultural, la religión, la filosofía y el amor. 

Por ello, frente a un igualitarismo devastador, la auténtica conquista social consiste en asegurar la pluralidad impidiendo que la desigualdad sea motivo de discriminación cuando no exista una justificación razonable. Pues, si discriminarme a mí para pilotar un avión por defecto de vista es del todo razonable, impedírselo a una mujer por razón de su sexo no está justificado. Ahora bien, si injusta es la discriminación injustificada también lo es tratar igualmente lo que es desigual. De ahí que, más que reclamar una igualdad inexistente, lo suyo es no confundir los conceptos, exigir respeto a la dignidad de cada cual y la ausencia de arbitrariedad.

Claro está que todo depende de qué se entienda por igualdad y donde se pongan los límites o las condiciones. Por ejemplo, en nuestra constitución la igualdad es considerada un valor superior inspirador de todo el ordenamiento jurídico, pero a la hora de sustanciarlo ya no habla de una igualdad genérica, de una suerte de derecho a ser iguales, sino de uno más concreto; el de la igualdad ante la ley. Derecho este que a su vez las leyes y su aplicación se encargan de matizar con mil y una salvedades.

Concluyendo, cabría afirmar que la igualdad es el derecho a no sufrir un trato injustificadamente discriminatorio. Obviamente determinar cuándo o no está justificada la discriminación depende de cada sociedad. Y hoy, en la nuestra, habiéndose logrado eliminar muchas discriminaciones injustas, lo cual supone un avance social, también se han suprimido otras razonables e impuestas muchas llamadas positivas, notoriamente injustas, en el marco de una fuerte tendencia a reducir la  pluralidad igualando lo desigual por razones espurias.

Esas voces que viven políticamente de proclamar falazmente la igualdad plena de las personas como conquista alcanzable, parecen estar arrastrando a la sociedad a un igualitarismo tan nefasto como el descrito en Un mundo feliz, con sus peajes incluidos. Habrá que insistir en recordar que la igualdad no es identidad, pues lo que está en juego es la dignidad individual.

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