Pocas cosas hay más destructivas que la masificación y nada mejor para saturar un lugar que ponerlo de moda colgándole el cartel de “lo más de lo mejor”.
Nada tengo en contra de la publicidad. Cuando es buena, además de útil puede resultar ingeniosa, entretenida e incluso artística. Tampoco soy de los que afirman muy convencidos que no les influye en sus decisiones. ¡Vaya que si lo hace! Claro que tiene el poder de alterar lo que se piensa o se siente, de orientar actitudes, cultivar deseos y alimentar expectativas. Su influjo se extiende a doquier con múltiples efectos siendo uno de los más evidentes el que padecemos quienes, en tiempo de vacaciones, vemos convertido en multitudinario lo que no lo era.
Para los suspicaces, vaya por delante que no padezco de turismofobia. Mi admirado Chesterton decía que “el viajero ve lo que ve y el turista ve lo que ha venido a ver”. Yo he ejercido y supongo seguiré ejerciendo de ambos. Lo que sí me repele son las masas, sean de turistas o de viajeros. En particular esas hordas que llegan atraídas por una moda pasajera como para cumplir una misión; la de haber estado allí donde les han dicho que toca ir. Afloran como plaga de termitas ocupándolo todo y luego se desvanecen dejando un silencio tanto más apreciado cuanto mayor ha sido la invasión. Supongo que son oleadas difíciles de refrenar, pero seguro que hay formas de embridarlas y sobre todo de no estimular su crecimiento.
Los reclamos turísticos no son ninguna novedad, han existido desde muy antiguo. Lo que ha aumentado exponencialmente es su poder de convocatoria. De ahí que dado el enorme impacto que generan obliga a tratarlo sino con recelo, sí con mucha prudencia y algunos con notable prevención. Es el caso del señalamiento de ciertos lugares como “lo más de lo mejor”. Práctica extendida al ritmo de las redes sociales cuyas víctimas, al poco de convertirse en ese objeto del deseo que las encumbró, pierden su identidad a la voz multitudinaria de ¡hay que ir! Saturadas de visitantes, coches, ruidos y caravanas, la playa más paradisiaca, el pueblo medieval más auténtico o el bosque más idílico mutan esfumándose su encanto. No digamos de su perverso efecto en la banalización de la cultura o del daño causado por tan nefasto señuelo a la gastronomía local y a sus fieles parroquianos.
Decía que ponerle coto a las aglomeraciones turísticas no es tarea sencilla, pero, por fortuna, de vez en cuando llega ayuda. En estos días, por estos lares norteños tan promovidos por algunos prescriptores que bien pudieran poner su diana en otros sitios, así ha sido. Gracias a la bendita Virgen de la Cueva han llegado las lluvias en nuestro auxilio. Junto a sus beneficios vitales, los chubascos y chaparrones han obrado el milagro de diluir las masas devolviéndonos paisajes, olores, sabores y silencios que sólo se muestran cuando reina la paz y el sosiego. Por ello, para mostrarle mi gratitud y pedirle que extienda su benéfico manto por toda tierra sedienta de agua y ahíta de masas me he acercado a su Santuario a orillas del río de la Marea. Rico en devociones y leyendas populares que se remontan a tiempos de la Reconquista, dicen que allí nació, en el siglo XVIII, la conocida canción “Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva…».
