Mirando el lado bueno

Las circunstancias pesan, pero para ser felices cuenta más aún la actitud con la que las enfrentamos y saber apreciar lo bueno es lo que marca la diferencia.

Unos dicen que quienes ven el vaso medio vacío son pesimistas, otros afirman que son realistas. Lo cierto es que aquellos que se empeñan en ver el lado malo se pierden lo mejor de la vida. Ciertamente no siempre es fácil hallar la parte buena; de hecho en muchas ocasiones el mundo puede resultar un lugar abrumador. Tampoco se trata de ser ingenuo y pretender que todo sea color de rosa. Menos aún caer en eso que llaman “pensamiento positivo”; esa moda tan extendida que basa todos sus “mensajes motivadores” en lograr la felicidad ignorando o silenciando lo negativo. Pretender que las personas nunca estén tristes, preocupadas o enfadadas apelando a que han de ser “positivas” sólo genera un falso sentimiento de felicidad tan irreal como la ausencia del dolor. Tener que sentirse y mostrarse feliz en todo momento y lugar, pase lo que pase, como dictan esos vendedores tan exitosos de buenismo positivista, acaba siendo agotador y muy frustrante. 

Mirar el lado bueno no supone negar o rechazar lo malo. Al contario, implica aceptar que lo negativo existe y que hay males que no tienen nada de bueno por muy positivos que seamos. Supone aceptar con normalidad que haya cosas que nos duelan y disgusten. Conlleva conocer y afrontar sus causas, hablar de ellas, no reprimir nuestros sentimientos ante las mismas, digerirlas lo mejor posible y, sobre todo, no permitir que nos amarguen la vida. No es cuestión de silenciar lo malo sino más bien de evitar que nos impida ver lo bueno. Porque siendo el regodearse con lo negativo inclinación humana muy frecuente, esencia del cotilleo y de la crítica mal entendida, cultivar esta actitud únicamente lleva a caer en el angustioso y amargo pozo de la frustración y el resentimiento. En cambio, aprendiendo a apreciar lo bueno que tenemos, nuestra actitud puede ser bien diferente.

Viene al caso esa anécdota conocida que unos atribuyen a David Ogilvy y otros a Rosser Reeves, ambos insignes vanguardistas de la publicidad. Cuentan que una soleada mañana neoyorquina, camino del trabajo, quien fuese de los dos observó a un mendigo pidiendo limosna con un cestito delante de sus pies y un cartel al lado que decía: “Soy ciego”. Viendo que el cesto estaba vacío se acercó y le preguntó si no le importaba que le escribiese algo en su cartel para ayudarle. El hombre apesadumbrado le respondió que no tenía inconveniente, aunque, no habiendo escuchado monedas caer, se temía que el día se daría mal. El publicista escribió unas palabras en el cartel y siguió su camino. Al regresar unas horas después vio al mendigo sonriente y comprobó que el cesto estaba lleno de monedas y billetes. En el cartel había escrito “Estamos en primavera y soy ciego”.

Seguro que la anécdota da para muchas lecturas, pero una de las más recurrentes es que no hay nada que predisponga más a la generosidad que tomar conciencia de lo afortunado que es uno. Frente a quienes sólo tienden a fijarse en lo que va mal y a centrarse en ello cuando lo detectan, quejándose y reafirmando su idea de que el mundo es un asco, son más felices y aportan mayor felicidad aquellos que, sin ignorar lo malo, saben apreciar lo que en ellos y en lo que les rodea hay de bueno. Nadie dice que sea sencillo, pero el mero hecho de apostar por esta actitud permite mirar el lado bueno de las cosas iluminando nuestra visión de la vida.

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