¿Quién da más?

La competencia, así como mercados ágiles y dinámicos sin duda tienen ventajas, lo mismo que perseguir el bienestar social, pero todo tiene su dosis y vivir en un zoco comienza a ser exasperante, caro e inseguro.

Aquellos tiempos, en que el devenir era para muchos más monótono, gris y poco dinámico, comienzan a echarse de menos. Tener ciertos referentes claros, poder desenvolverse de modo más predecible y sosegado sin necesidad de estar al tanto del último cambio, la penúltima oferta y el sube y baja del precio de casi todo tenía su valor.  Un valor que cada día se aprecia más en términos de certidumbre y seguridad y que, visto el panorama, comienza a compensar con creces las bondades de mercados hipercompetitivos, imprevisibles y volátiles.

A medida que se ha exacerbado la liberalización y eso que llaman globalización ha calado en todos los sectores, usuarios y consumidores se han ido viendo convertidos en figurantes de un vertiginoso baile mercantil. A pesar de ser quienes  pagan la fiesta cada vez les resulta más difícil seguir el ritmo y no digamos entender la partitura. Cierto es que la música sonaba bien porque se reducían costes, bajaban precios, se ampliaba la oferta y las oportunidades florecían, pero como todos los cantos de sirena la seducción escondía peajes tan sorpresivos como ingratos.

El maremágnum de tarifas, ofertas, planes, descuentos y oportunidades varias que se suceden a diario en servicios y bienes básicos ha crecido tanto como la letra pequeña de los contratos que los amparan. No niego que mercados tan dinámicos y competitivos conlleven algunos beneficios para los consumidores, ahora bien ¿a qué precio? Porque cierto es que la mayoría habita en este zoco inmersos en un mar de confusión en el que su capacidad real para conocer la oferta y escoger a su conveniencia es cada día menor.

Tan variada, cambiante y extensa es la oferta, tan complejas sus condiciones que, en no pocos casos, para adentrarse en ella y poder decidir con criterio hace falta ser un experto en la materia, consultar a uno o encomendarse a la diosa fortuna. Cabría pensar que también se puede confiar en las compañías, pero ¿hasta qué punto son fiables? Sí, las hay que lo son, pero ni mucho menos es la regla. Tomemos el caso de servicios como telefonía, gas, electricidad, finanzas o seguros, ¿a quién no le han ofrecido mejores condiciones a base de reclamar o, como sucede tantas veces, cuando opta por cambiar de proveedor? Obviamente práctica tan extendida no genera confianza, más bien alimenta la sensación de impotencia e inseguridad.

Pero si malo es que este mercadeo fluido y opaco se haya consolidado en el sector privado, peor es aún que haya proliferado con tanto éxito en el ámbito público. Descontando las ayudas y demás fórmulas razonables de atender desajustes sociales, de un tiempo a esta parte los poderes públicos se han lanzado al mundo de la oferta de toda suerte de medidas para captar o fidelizar el voto. Tantas y tan variopintas son que, si ya de por sí en un país como España resultaba difícil para el ciudadano común conocer el coste de los servicios públicos que financia, hoy es prácticamente imposible. Hecho muy grave pues no saber lo que cuestan las cosas es el camino más directo al endeudamiento y la quiebra de familias, empresas y países.

El cambalache de impuestos, subvenciones, bonificaciones y demás ofertas que los partidos políticos se afanan en promover no sólo incide en la economía, generando distorsiones y confusión; tiene un impacto en el cuerpo social crecientemente demoledor. Tanta oferta oportunista y coyuntural tan bien recibida por tantos, pues a nadie le amarga un dulce, no hace sino fomentar una sociedad subsidiada y dependiente del poder de turno. Además de costar la hijuela, desincentiva la iniciativa personal y lleva a los ciudadanos a acomodarse a ser meros proveedores de fondos para alimentar un estado omnipresente que les promete más derechos a cambio de mayor voracidad y menor independencia.  

Menos mal que aún quedan quienes prefieren la libertad que otorga mantenerse en pie por sí mismos, frente a tantos súbditos del mercado y de papá estado que, asidos a unas muletas alquiladas a precio de oro, miran al tendido preguntando: ¿Quién da más?

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