Sumisos al mal menor

Quienes emplean la táctica del mal menor para alcanzar el éxito acaban yendo al paso de aquellos que marcan la agenda de los males mayores.

Tener que escoger, sea por acción u omisión, la menos mala de dos opciones malas por no existir otra alternativa es un dilema ético al que se han enfrentado los seres humanos desde sus orígenes. De ahí que el principio del mal menor haya sido objeto de doctrinas morales, éticas, filosóficas y jurídicas. Pero no todos los casos en los que se elige un mal menor responden a situaciones en las que dicha opción es inevitable.

Sea en la vida privada o en la pública y no digamos en la política, observamos cómo hacer de este principio pieza clave de comportamientos, tácticas o estrategias, se ha convertido en algo habitual. Así, ante un mal y existiendo la alternativa del bien, para no tener que escogerla, por resultar opción incómoda o embarazosa, es frecuente ver cómo se envuelve el asunto en un falso dilema del mal menor. Ya no se trata de verse obligado a elegir el mal menor sino de apostar por él adrede por estimar que es más beneficioso. No es casualidad que, cuando se recurre al mal menor, siempre tiene que ver con el temor a que optar por el bien pueda menoscabar el confort, la aceptación social, el éxito profesional o mercantil o el acceso al poder. Lo muy sorprendente es que, quienes sucumben a este temor, no sean capaces de ver las más que evidentes y graves consecuencias del abuso del subterfugio del mal menor.

Para empezar, la idea de qué es o deja de ser un mal pasa a ser algo subjetivo. Desvinculada de principios o valores éticos y morales queda supeditada al deseo de cada cual, incluido el del poder, adquiriendo carácter coyuntural y mudable; según las circunstancias lo que un día es un mal menor o mayor puede dejar de serlo, invertirse la gravedad, o mutar a bien, con la incertidumbre e inseguridad que ello supone y el poder que otorga a quien marca el paso. Fruto de costumbre tan arraigada es la confusión reinante sobre lo que está bien y mal de la que se derivan otras nefastas consecuencias.

La relativización que retroalimenta la opción del mal menor, como excusa para evitar tener que afrontar alguna incomodidad o riesgo, lleva inexorablemente a asumir como aceptable la cohabitación con el mal. De ahí que actuar en connivencia con el mal, creyendo que puede ser de utilidad, se ha convertido en la esencia de formas equívocas de tolerancia muy actuales. Alimentadas por un ambiente social que, en aras de un supuesto pluralismo, prima una moderación sumisa a un pensamiento dominante, han ido asentándose modos de tolerancia perniciosos. Desde aquella tolerancia dogmática extrema, que todo lo permite, ya que para ella todo es igual de relativo, hasta la más utilitarista y toxica si cabe, que consiente el mal sin aprobarlo y que suele venderse como condición para una pacífica convivencia democrática.

Lo que tienden a olvidar aquellos que, so pretexto de moderación y tolerancia, eligen la vía del mal menor es que están escogiendo el mal. Pero siendo ello malo, peor es que, al evidenciarles su error, no acostumbran a corregirlo, optan por banalizarlo, deslizándose por una pendiente que lleva a situaciones donde ya nada peor podía suceder. La historia está cuajada de ejemplos funestos de lo que ocurre cuando se banaliza el mal. Porque tratar de conciliar la defensa de valores y principios con la táctica del mal menor además de poco ético es del todo ineficaz. Habituarse al mal menor, ejerciendo una resignación no precisamente cristiana, acaba permitiendo que avancen los males mayores.

Siendo táctica defensiva, de retirada, la del mal menor lleva a asumir programas de mínimos y a la dilución de las líneas rojas para obviar la confrontación. Aunque a corto plazo pueda rendir algún triunfo o evitar ciertos inconvenientes, a la larga es una derrota anticipada frente a aquellas fuerzas que, lejos de contentarse con sus “avances”, están decididas a convertir males mayores primero en menores y luego en obligaciones y derechos. Basta echar una ojeada a nuestro reciente devenir con un mínimo de objetividad para comprobar a donde lleva tanta sumisión al mal menor.

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