Negando la mayor

Ni somos como intentan hacernos creer ni deberíamos aceptarlo. Menos aún acostumbrarnos a ser tratados como sospechosos de todo tipo de iniquidades.

Cualquiera que sólo pudiese hacerse una idea de cómo son los españoles a través de las leyes que se están aprobando para reorientar nuestras conductas, los planes que las desarrollan y la publicidad que las promueve, llegaría a la conclusión de que somos un país de gentes muy indignas. Pensaría además que erradicar vilezas tan arraigadas, como se desprende de los argumentos que justifican las políticas redentoras, exige un tratamiento de choque. Por ello no le extrañaría que fuese urgente implantar una nueva memoria histórica, perseguir al disidente, censurar y emplear las aulas para reeducar a las nuevas generaciones.

Sólo repasando el número y diversidad de infamias hispanas que, en aras a una nueva normalidad aspiran a eliminar, y las conductas que pretenden reorientar, cabe hacerse una idea del pavoroso panorama social que retratan. Junto a nuestras inclinaciones racistas y xenófobas heredadas de bárbaros antepasados que, ciegos de avaricia y torcida religiosidad, expulsaron al infiel y masacraron a todo indígena que no se sometiese a sus afanes de conquista, padecemos de otras muchas lacras de las que sentir vergüenza y arrepentirnos. Por ello, para aspirar a ser genuinos europeos demócratas progresistas tenemos que abjurar de todas las miserias que nos aprisionan y hacen de nosotros individuos tan despreciables.

Debemos dejar de ser gentes intolerantes, insensibles, violentas y atrasadas, seres machistas, misóginos, homófobos, maltratadores de animales, tipos con tradiciones bárbaras, mujeres sometidas, agresores sexuales en potencia, tabernarios y codiciosos depredadores de la naturaleza adictos a un sinfín de vicios cavernarios. Al contrario, tenemos mucho que avanzar en tolerancia, aceptando la mentira como moneda de curso legal, la sinrazón como argumento, la manipulación como política, el desprecio de principios y valores tradicionales como progreso, la dilución de la familia y de la patria como seña de modernidad y el laicismo como vía de liberación. Pero sobre todo debemos aceptar ser sumisos como garantía de felicidad, renegando de nuestros asilvestrados anhelos de libertad subversiva que hacen imposible la convivencia.

Que quienes han dibujado este negro estereotipo de los españoles para imponer su pensamiento único ahonden en él a diario y lo promuevan es infame, pero coherente si con ello creen consolidar su poderío. Lo mismo cabe decir de los medios de comunicación que se prestan animosamente a difundir tan falsa imagen, pues son siervos agradecidos del mismo  poder a quien tantas entidades privadas colaboracionistas deben sus pingues beneficios. Por contra, lo que resulta tan triste como inaudito es contemplar a tantos vilipendiados callar resignadamente entre temerosos y avergonzados o, a lo sumo, revelarse con tibieza. No digamos de los muchos que por no sentirse minoría han comprado el retrato.

Lo cierto, la verdad, es que no somos para nada como nos pintan. Tenemos mucho más de lo que sentirnos orgullosos que de lo que retractarnos. Que en nuestra sociedad, como en todas, haya canallas, no justifica que pretendan tratarnos a todos como tales. No rechazar de plano a quienes nos denigran, pretendiendo ser moralmente superiores, es el primer paso para normalizar lo que nunca debió ser aceptable. Por ello, niego la mayor.

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