Les decían paletos por ser tipos rústicos con dificultad para desenvolverse en la ciudad. Hoy abundan más los catetos urbanos que creen pisar fuerte en el mundo rural.
Las noticias de un conflicto habido estos días por unas campanas en una población de la montaña entre turistas y vecinos, con párroco de por medio, me dan pie a dedicar unas líneas a tema tan de temporada como es el de los urbanitas y el mundo rural.
En esta época como en otras hay muchas personas de ciudad que aprecian la vida del campo y sus valores asumiendo sus inconvenientes. Son gentes que aspiran a gozar de la naturaleza con respeto y sin pretender que esta se adapte a ellos. Pero un número creciente se acerca al mundo rural, urbanitas por lo general, para consumir un entorno domesticado cuyas bondades les han sido vendidas en los medios como el que anuncia un parque temático. Y, entre estos, cada vez proliferan más unos especímenes invasores tan ignorantes como creídos que más que salir a disfrutar del campo pretende colonizarlo. Luciendo prendas de avezados montañeros mientras acarrean todo tipo de enseres para sentirse como en casa, buscan hacerse amigos de los paisanos por aquello de integrarse, pero cuando lo rural les supera no dudan en tratar de liberarles de sus rústicas costumbres.
Siendo un buen ejemplo lo sucedido estas últimas semanas en Herrera de Ibio, lo cierto es que llueve sobre mojado; ni es el primer caso ni será el último en el que unos vecinos se ven obligados a poner pie en pared para evitar ser avasallados.
Los hechos son sencillos. Resulta que esta población cántabra, perteneciente al municipio de Mazcuerras, dada su ubicación a escasos cuarenta kilómetros de Santander, junto al arroyo Ceceja tributario del río Saja y a los pies del monte Ibio, es lugar privilegiado para el disfrute del mar y la montaña. Ocurre también que en Herrera de Ibio, al igual que en tantas poblaciones españolas, entre los sonidos que identifican su paisaje, a las horas, suena en el valle el repicar de las campanas de la torre de su iglesia parroquial dedicada a Santo Domingo de Guzmán.
Hasta aquí nada anormal, los sonidos de la naturaleza se confunden apaciblemente con los de la población; ladridos de perros, llantos de infantes, cantar de gallos, mugir de vacas, gritos de chiquillería, voces de aviso y el tañer de las campanas. Pero un buen día unos “amantes de la naturaleza” que se alojan en una casa rural próxima a la iglesia presentan quejas a la casera porque las campanas les impiden conciliar el sueño. Dada la insistencia de sus huéspedes la dueña pide al párroco que acalle tan molesto ruido nocturno y el cura, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, accede diligentemente y a la noche se hace el silencio en el valle. Sorprendidos y enfadados los lugareños por no haber sido consultados no tardan en mostrar su descontento a la par que su negativa a que tradición tan arraigada se pierda. Caldeados los ánimos protagonizan una cencerrada ante la iglesia y cuelgan a la entrada de la población una pancarta que reza: ‘Turista, adáptese al pueblo, nosotros vivimos aquí”. Tres semanas ha durado el conflicto hasta que el pasado 8 de agosto las campanadas volvieron a mecer las noches de la población.
Si en Herrera de Ibio lo que a gusto del turista rural sobraba eran las campanadas, en otros pueblos han sido el cantar de los gallos, el olor de los establos o lo perros sueltos. Para mí que lo que sobra es tanto paleto urbano.

Desde luego Javier, tienes toda la razón…. Y desde luego, el cura párroco no queda muy bien
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Efectivamente María la paletería no conoce de clases ni de vocaciones. Gracias por leerme.
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