Festejos populistas

¿Es posible celebrar fiestas populares sin atronar al vecino y dejar un rastro hediondo? Séneca creía que sí, pero dos mil años después, cuando conviene, se sigue recurriendo al “pan y circo” y la autoridad deja hacer.

Sorprende que en tiempos tan “sostenibles” en los que cuidar el entorno y la salud justifica las medidas restrictivas más dispares en todo tipo de sectores, los festejos masivos sean una excepción. Porque, salvo honrosas excepciones, la mayoría de los jolgorios multitudinarios acaban convirtiendo el espacio público en un ensordecedor basurero y al vecindario en cautivos paganos del alegre desparrame. Que tan deleznable costumbre sea tan consentida y esté tan asumida dice mucho de las carencias e hipocresía de nuestra sociedad.

Evitar la degradación de los bienes comunes no sólo es posible, es obligación de las autoridades y debería ser exigencia de una población mínimamente educada. Impedir que quien sea abuse de ellos en beneficio propio es lo que se supone persiguen las leyes adoptadas por los pueblos civilizados para cuidar el entorno y convivir dignamente. Pero tratándose de festejos, las autoridades aflojan exigencias y normativas, que en otros casos aplican severamente, facilitando que el espacio público se convierta en un vertedero atronador. Y no contentas con ello, no dudan en tirar del presupuesto para patrocinar excesos festivos y limpiar sus desechos.

Ante tanta generosidad populista, quien osa quejarse de la laxitud y derroche con tamaños desmadres, suele toparse con dos reacciones salidas del mismo manual. Primero intentan desacreditarle poniendo en cuestión su tolerancia cuando no acusándole de alguna fobia hacia el colectivo festivo de que se trate. Como si dejar hacer fuese muestra de respeto y libertad y exigir que se cumplan normas básicas de urbanidad seña de autoritarismo reaccionario y represivo. La segunda respuesta aparenta ser más aséptica y racional ganado por ello cada día más adeptos. Consiste en apelar a los beneficios sociales de la fiesta abultando sus potenciales réditos para la economía local y minimizando, cuando no silenciando, sus costes e inconvenientes. Pero, aunque argumento tan recurrente pretenda parecer solvente e inocuo, además de adolecer de dudosa veracidad es profundamente incoherente y nada inocente. 

Sólo la acostumbrada ausencia de rendición de cuentas claras sobre los supuestos beneficios sociales basta para dudar de los mismos. Pero aun asumiendo que fuesen ciertos, la incoherencia del argumento es tal que raya en lo ofensivo. ¿Acaso todas las demás actividades sometidas a mil normas no generan beneficios sociales? Para facilitar la vida cotidiana a los vecinos o a un taller o fábrica ser más competitivos, a nadie se le ocurre reducir las exigencias ambientales ni de convivencia. Al contrario, se estima que su cumplimento contribuye al bienestar general.

La realidad es que tanta permisividad obedece a razones muy poco inocentes. Dejando aparte interesados móviles mercantiles e ideológicos, que es mucho obviar, lo que hace perdurar esta insana costumbre es una atávica tentación de la autoridad; servirse de su poder para congraciarse con aquella parte del pueblo cuya simpatía le conviene. Y qué mejor manera de lograrlo que regalarles una fiesta, un momento de transgresora liberación y relajación olvidando penurias y ataduras sin importar el mañana. Por ello ofrecer “pan y circo” ha sido un recurso ancestral del poder para hacer amigos y acallar críticas.

Claro está que para que la sensación de liberación sea auténtica y la fiesta cumpla su propósito, la transgresión de las normas debe ser tolerada, eso sí, sin que lo parezca, porque la apariencia de orden debe prevalecer. Para resolver este dilema los romanos dieron con una solución pragmática que las autoridades de hoy siguen aplicando de manera algo más matizada. A fin de que las Saturnales pudiesen celebrarse sin limitaciones, durante la fiesta suspendían el tiempo, quedando las leyes en suspenso para que, una vez libres de ellas, no cupiese pensar que se estaban transgrediendo. Hoy en día el tiempo no se suspende; durante el que dure la fiesta se aplican excepciones, unas ya previstas en las normas y otras no tanto, para que el personal pueda desahogarse sin molestas restricciones a costa de los vecinos y del entorno.  

Séneca, que advertía de los peligros de la locura colectiva de las Saturnales dejo escrito: Es mucho más fuerte estar seco y sobrio cuando todo el pueblo está ebrio y vomitando; pero es más moderado no exceptuarse, ni señalarse, ni mezclarse con todos, y hacer lo mismo que todos, pero de otro modo. Porque se puede celebrar una fiesta sin disipación.

2 comentarios sobre “Festejos populistas

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