Perdonar y sentirse perdonado no es sencillo, pero merece el esfuerzo. A veces, por resultar anhelo inalcanzable, lo desdeñamos sin saber que vivir sin perdón no es vida.
Más allá de la disculpa cotidiana propia de las buenas maneras, a medida que el agravio se adentra en el terreno de la afrenta, no basta con excusarse. Para sanar la herida causada se precisa que ambas partes perdonen; el ofensor además de pedir perdón necesita que el ofendido lo acepte y para ello éste debe perdonar a su vez a quien le hirió. Por ello el arrepentimiento de uno por sincero que sea de poco sirve si no lo expresa y, aún y así, sólo quedará como dolorosa huella si el agraviado lo rechaza. De ahí que tan importante sea pedir perdón como aceptarlo para que ambas partes queden en paz. Pero siendo algo obvio, conocido y experimentado por todo ser humano, de todos es sabido que ejercicio en apariencia tan sencillo en ocasiones, no pocas, resulta extraordinariamente difícil.
Que el común de los mortales, salvo seres alienados por los mil vicios del mal, ansían la paz, es un hecho. Nada hay más gratificante que sentirse en paz con uno mismo y con los demás y, para lograrlo, no hay mejor medicina que perdonar. Pues no estando nadie exento de errar alterando tan preciado estado de armonía, solamente asumiendo el error y recabando la absolución del ofendido podrá restaurarse la paz. De lo contrario la culpa, la rabia, la vergüenza y la tristeza se adueñarán del ánimo transformándose en sufrimiento que, de no hallar alivio, buscará la peor de las salidas; el rencor. Sentimiento que, lejos de sanar, destilando odio y deseo de venganza, ahonda el dolor manteniendo la herida abierta, supeditando a un error del pasado todo posible bienestar presente y futuro.
Para no adentrase en el pernicioso territorio del resentimiento el mejor remedio es combatir su causa, el egoísmo, dejando de pensar en uno mismo. Con voluntad, transformando el sufrimiento en generosidad, será posible sentir compasión por el otro permitiendo que brote el impulso de aliviar su dolor. Un deseo que, lejos de buscar venganza, lleva a abandonar toda reivindicación de lo que no fue o pudo ser, sin pretender justicia ni ansiar el olvido. Porque perdonar no significa dar o quitar razones, ni tampoco olvidar, sino aceptar lo que sucedió sin que duela. Implica restaurar un puente roto recuperando la confianza. Supone un acto voluntario e individual de búsqueda de la reconciliación en aras de la paz y por ello es que exige a veces tanto esfuerzo. Primero porque requiere aceptar lo que de nosotros no nos gusta, lo que no queremos admitir y perdonarnos por ello. Así, aligerada nuestra carga, podremos mirar con la misma benevolencia y amor a aquel que nos causó daño o a quien ofendimos restaurando la confianza.
De los muchos ejemplos de cómo vivir puede llegar a hacerse insoportable sin perdón uno de los más paradigmáticos es el de Judas Iscariote. Triste y misterioso personaje cuyo nombre es sinónimo de traición, el peor error de Judas fue su incapacidad para quererse y sentir poder ser querido. Que fue consciente de su felonía no hay duda, pues el dolor que le causó y el repudio que sintió le llevó a quitarse la vida. Pero siendo grave la traición que perpetró, no fue ese su mayor agravio y equivocación sino el no creerse digno de ser perdonado por no haber sentido nunca de lo que es capaz el amor.

¡Que bonito Javier! Muchas gracias como siempre por tu contribucion a mantener vivo ese «espiritu de Kioto» que supiste infundirme y que aun pervive.
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Siempre tan generosa Margarita. Fuerte abrazo.
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