Falsos tolerantes

Apelar a la tolerancia está muy bien siempre que no lo haga un intolerante o sirva de excusa para la claudicación.

Signo evidente de que vivimos tiempos de crispación y enfrentamiento es la frecuencia con la que escuchamos apelaciones a la tolerancia. Actitud que, si recta, merece ser promovida por resultar indispensable para convivir en paz. Lo malo es que, entre los que reclaman respeto a las ideas o creencias ajenas cuando son diferentes o contrarias a las propias, no todos son sinceros. Prodigan los falsos tolerantes; esos que al demandar respeto al pensar ajeno lo hacen con doblez.

Unos, los que evidencian su hipocresía ejerciendo la intransigencia suelen ser los más dados a proclamarse paladines de la tolerancia. Otros, algo más modosos, se manifiestan tolerantes para justificar posiciones equidistantes cuando no sonoros silencios y claudicaciones. De ambos tipos hay muchos ejemplos en la vida pública y auténticos maestros en la política, pero también abundan en el ámbito privado porque la tolerancia tiene muchos usos y filos como las famosas navajas suizas.

Entre estos falsos pregoneros de la tolerancia los más osados y peligrosos son esos que han hecho suya esa idea atribuida al Marqués de Sade: “La tolerancia es la virtud del débil.” No es cualidad que deban practicar; considerándose fuertes y poderosos se sienten superiores y el único respeto que reconocen y exigen es el que se les debe a ellos. De ahí que se afanen en promover la tolerancia ajena, nunca la propia, utilizando ese filo de esta que permite cortar toda discrepancia tornando el respeto por las ideas ajenas en un falso respeto servil y vasallo.

Ante impostura tan obvia cabe preguntarse si la intolerancia debe tolerarse. Y la respuesta es inmediata, no, bajo ningún concepto. Una cosa es procurar convivir en paz aceptando con naturalidad y respeto la pluralidad de ideas y diversidad de opiniones y creencias y otra comulgar con ruedas de molino. Hay un punto en el que la tolerancia deja de ser cualidad o virtud y pasa a ser defecto.

Toda opinión es susceptible de ser tolerada, incluso si es errónea, en la medida que exista la posibilidad de refutarla libremente sin que ello conlleve represalia alguna. De lo contrario, si se trata de tener que aceptarla sí o sí, se convierte en imposición y quien lo tolera se falta al respeto a sí mismo al aceptar el abuso que supone.

En este contexto de pseudo libertad habita ese otro tipo de falsos tolerantes más modosos. Y no me refiero a quienes las circunstancias les han colocado en situación de tener que allanarse para sobrevivir. No, no hablo de situaciones extremas, sino de aquellos que, teniendo margen para discrepar o hacer valer su opinión sin incurrir en graves riesgos, no lo hacen por mero tactismo o conveniencia. Estos falsos tolerantes usan la tolerancia como excusa y hacen gala de ella para justificarse.

Ante las opiniones dominantes, lo políticamente correcto y la moda, abundan quienes optan por aceptar de palabra, obra u omisión lo que en privado rechazan, alegando que es preciso ser tolerantes. Más aún, no son pocos los que, a fuerza de  disimular, acaban por hacer suyas ideas y razones de las que renegaban. Para no significarse empiezan ejerciendo la equidistancia, vestida de tolerancia, se esfuerzan en la condescendencia, como mal menor, y terminan o en la pasividad o la claudicación que, a los efectos, viene a ser lo mismo.   

Frente a estos falsos tolerantes la mejor medicina es ejercer la auténtica tolerancia. Esa que pasa por abrirse a los demás sin miedo, con curiosidad, intercambiando ideas, tratando de comprender las ajenas sin renegar previamente de las propias. Porque quien no tiene juicio propio malamente puede ejercer la tolerancia cuya esencia es aceptar el contraste de pareceres diferentes. Cuando se tiene la convicción de que algo es cierto o bueno, es obligado compartirlo. Dar testimonio público con naturalidad, sin imposiciones, de lo que uno cree o piensa es una exigencia ética  porque, a diferencia de la pasividad o el silencio, permite combatir la intolerancia.

Quien disimula u oculta sus ideas y creencias por vergüenza, miedo o conveniencia merece que otros le impongan las suyas porque el que calla otorga.

Deja un comentario