Con Dios Santidad

Resumiendo en una palabra mi impresión del pontificado del Papa Francisco escogería “confuso”.  Desconcertante en tantas ocasiones, temerario en otras, su reinado me ha servido sin embargo de acicate para reflexionar y afianzar mi fe.

No pretendiendo juzgar a Francisco, tarea que corresponde al Padre a quien le encomiendo como indica el título de este artículo, a lo que si me invita su muerte es a comentar algunas de las señas que más se han destacado de su pontificado; humildad, misericordia, amor por los pobres y aperturismo. Pero antes me detendré en dos cuestiones que enmarcan mis reflexiones; la manera confusa de obrar de Francisco y la obediencia debida de un católico al papa.

Según he leído de personas que le conocieron bien, a Francisco le gustaba decir que era más de pensar claro y hablar oscuro. Desconozco la literalidad de esta afirmación, pero cierto es que han sido múltiples las ocasiones en las que, tratando de temas diversos, muchos de notable calado, el papa ha dado muestras de una locuacidad metafórica confusa. Tanto que han sido frecuentes las explicaciones dadas a posteriori y no pocas las inquietudes generadas en unos y las expectativas frustradas en otros. Confundir espontaneidad y franqueza con rigor y claridad tiende a provocar confusión.

Ante esta ambigüedad, cuando en la Iglesia late el positivismo jurídico prevalente junto a una suerte de papolatría, conviene recordar que la obediencia de un católico respecto de un Papa no es incondicional; tiene límites. Un fiel católico debe, como medio, reconocer la autoridad suprema del Papa, pero ello no supone acatar ciegamente lo que diga, particularmente si está en juego el fin; la claridad e integridad de las verdades católicas recogidas en el Catecismo. Como gustaba decir a Chesterton, al entrar en una iglesia uno se quita el sombrero pero no la cabeza.  

Con estas dos ideas como telón de fondo, siendo lícito e incluso adecuado, discrepar y resistirse ante una decisión papal, salvo cuando propone infaliblemente la verdad de Cristo hablando ex cathedra, lo cual es muy raro, pasaré a comentar brevemente los cuatro aspectos citados del pontificado de Francisco.

En lo concerniente a la humildad siendo las formas importantes creo que lo relevante son las actitudes. La belleza de la humildad nace más de la modesta y serena sencillez que emana de quien ha alcanzado altas cotas de sabiduría que de los ropajes y los gestos con que se muestra. La humildad no se exhibe, se encarna. Tampoco se trata de presentarse como uno más entre tantos, sobre todo cuando no es así, sino de ejercer la magistratura con modestia. El buen profesor no es colega sino maestro no engreído de cuyo saber nace su auctoritas.

Respecto de la misericordia, virtud que inclina el ánimo a compadecerse de los sufrimientos ajenos, nunca exclusiva de nadie sino propia de toda buena persona, debe llevar al perdón, pero no sin más. Aunque haya calado hondo esa idea buenista de que el amor misericordioso cual pomada mágica todo lo sana, es menester recordar que la misericordia es una puerta abierta a obtener la sanación, el perdón, si existe arrepentimiento sincero que entraña el propósito de no pecar más. A la mujer sorprendida en adulterio que iba a ser lapidada (Juan 8:53), Jesús, tras la retirada de quienes la acusaban, no se limitó a decirle “mujer yo tampoco te condeno”, añadió “vete, y no peques más”. Hoy en la Iglesia es en demasía frecuente la tendencia a obviar esa última exhortación.

El amor a los pobres y más vulnerables, no es un nuevo signo de los tiempos de la Iglesia, desde su institución por Cristo ha sido santo y seña de esta. Y si bueno y necesario es su promoción, flaco favor hacen a la Iglesia y poca justicia a tantos fieles que ejercen a diario la caridad, quienes dan la impresión de que se ha recuperado esta virtud teologal como si hubiese estado abandonada. Por mucho que la idea guste a tantos, curiosamente más a lo más contrarios a la Iglesia, mejor sería señalar y promover todo lo bueno que la Iglesia aporta en este terreno destacando lo que le impele a ello; amar a Dios en el prójimo.

Finalmente, en lo que al aperturismo concierne, por no extenderme, soló recordaré lo siguiente: “El Espíritu Santo fue prometido a los sucesores de Pedro no para que, por su revelación, dieran a conocer alguna doctrina nueva, sino para que, con su ayuda, custodiaran religiosamente y expusieran fielmente la revelación o depósito de la fe transmitida por los apóstoles” (Constitución dogmática “Pastor aeternus”. Sobre la Iglesia de Cristo. Concilio Vaticano I). La iglesia debe estar en el mundo pero no mundializarse.

La bimilenaria historia del papado y de la Iglesia muestra que siempre ha sido difícil, pero la barca sigue a flote: «Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y las fuerzas del infierno no prevalecerán contra ella.” (Mt 16, 18-19). Con esta confianza, sin pretender desentrañar los misteriosos caminos del Señor, si en mi despedida de Benedicto XVI le di las gracias por haberme servido de maestro y pastor en mi búsqueda personal de la Verdad, al confuso Francisco le deberé haberme incitado a reafirmar mi fidelidad a la Cátedra de san Pedro y abrazarme con más fuerza a mi fe, que no es poco.

Descanse en paz Santidad.

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