Quizás, una de las mejores formas de calibrar la pequeñez humana de alguien sea comprobar cuanto le cuesta reconocer el mérito ajeno, particularmente si el otro no le es afín o no espera de él provecho alguno.
Hace tiempo que no ampliaba mi listado de tipos infames dignos de estar en un museo donde mostrar a los niños lo que no deben ser. Hoy sumo a los cenizos augures de fracasos, pelotas, cotillas, resentidos, chivatos, diversos tipos de tontos y mediocres , a los mezquinos. Hace tiempo descarté dedicarles unas líneas dada su pequeñez, pero entre la ralea de seres despreciables que conforman los bajos fondos de la condición humana, parece como si el aire que respiramos fuese propicio para aflorar la mezquindad.
A la vista del panorama político, mediático y cultural que se viene perfilando desde hace tiempo era previsible que la atmósfera fuese enrareciéndose. Quizás su número no sea mayor que antaño, pero los mezquinos parecen ser más. Igual es que ahora disimulan menos y son más activos y notorios porque el clima social es propicio para su proliferación, pues si bien la envidia y el resentimiento que anida en su fondo siempre han existido, a ellas se han sumado otros factores que inducen su abundamiento.
Si tanta insistencia fatua en que somos los más listos y preparados de la historia invita a mirar atrás con desdén, el adanismo imperante que lleva a tanto engreído a redescubrir la rueda a diario y a tanto ignorante a creerlo, alimenta ese sentimiento de desprecio tan propio del mezquino. Algo similar ocurre con ese torcido concepto de la competitividad tan de moda que prima el destacar a toda costa, rebajando al otro si preciso. Y qué decir de esa fiebre occidental de atribuir al pasado la causa de todos nuestro males presentes tiznándolo todo el de negro sin huella de bien alguno; una suerte de revisionismo doloso al que en España le han denominado “memoria histórica” que bien pudiera llamarse “revanchismo histórico”.
El diccionario describe bien a los mezquinos; tacaños, faltos de generosidad y nobleza de espíritu y pequeños. Y efectivamente así son, gentes humanamente pequeñas con tendencia a menguar, que, por sentirse achicados ante el éxito ajeno, siendo incapaces de reconocerlo, sólo saben negarlo, ocultarlo y, si ello no es posible, desprestigiarlo. Habiendo renunciado a crecer como personas, enrocados en su indigna ruindad, acaban sometidos por su parte más miserable hasta el punto de mostrar, sin el menor pudor, sus frutos como virtudes. Véase sino como el resentido revanchismo se presenta como justicia social o la negación del mérito del adversario como astucia.
Obviamente, dada su escasa talla moral, las ambiciones del mezquino carecen de altura moral, tienden más a arrastrase por el suelo como las serpientes. De ahí que sus intenciones, dominadas por el egoísmo y su afán de sobresalir disimulando su pequeñez, sólo busquen auparse tergiversando la verdad, destacando lo malo, enfrentando, envileciendo lo noble, ennobleciendo lo vil, apropiándose de todo mérito, despreciando el ajeno y juzgando a sus adversarios por su lado más desfavorable. Son sencillamente tipos tóxicos para una sana convivencia.
Hoy no hay duda de que los mezquinos están en su salsa, se palpa en todos los ámbitos y no más en la política que en otros, aunque parezca que los atrae especialmente. La soledad de ese individualismo autosuficiente, tan de esta época como inclinado a la soberbia, llama al adanismo desdeñando la tradición y por ende negando toda deuda con el pasado. Celosos, siempre temerosos del talento ajeno, agazapados en sus cubiles, ajenos a la humildad y generosidad, viven para enfrentar y destruir sin vacilar en mentir o calumniar si sirve a sus necesidades de disimular o contrarrestar su pequeñez e incompetencia.
Elevados en sus podios de suficiencia, los mezquinos son refractarios a deber algo a alguien, si acaso sólo males, de ahí que una muestra de su abundancia es ese extendido afán de derribar todo lo pasado, laminando cualquier cosa que pueda hacerles sombra. Afán que, dada su pequeñez, carece de límites llevándolos además a un desaforado sectarismo en el que se sienten a sus anchas arropados por no pocos tontos útiles que encuentran en la secta el mejor refugio para su mediocridad, posibilitando que la mezquindad sea bien recibida socialmente.
Sabedores de que sólo pueden sobrevivir en una ciénaga, los mezquinos lo enfangan todo incluidas la relaciones sociales, el diálogo y la negociación, que convierten o en enfrentamiento o en una mera compraventa de intereses coyunturales; en un mercadeo de voluntades sólo posible diluyendo o erradicando todo valor o principio que estorbe. Ya lo decía Jenofonte: “Sólo a fuerza de favores se conquista a los espíritus mezquinos, a los corazones generosos se les gana con el afecto.”
