Si la contradicción es condición humana no iba a quedar exenta de ella el turismo. Otrora tan deseado hoy tan denostado, su masificación más que vetos pide alternativas y orden.
Turistas siempre los ha habido y raro es el que no lo haya sido alguna vez. No es osado pensar que desde tiempos remotos hubo quienes, llevados por su curiosidad, se adentraron en tierras extrañas. Así, viajar por placer, que es la esencia del turismo, iría extendiéndose conforme los más atrevidos regresaban relatando sus descubrimientos.
Por mero placer miles de personas se desplazaban para asistir a las Olimpiadas griegas, otras viajaban a la capital del Imperio Romano a la par que, los romanos más adinerados, evitaban la canícula veraneando en sus villas fuera de la ciudad. Tras el Edicto de Milán las peregrinaciones a Tierra Santa abrirían nuevas vías a un turismo que pervive y cuyas ramificaciones, convertidas en rutas muy transitadas, como el Camino de Santiago, cambiarían relaciones, culturas, sociedades y paisajes.
Con los años, el afán por conocer otros horizontes dio lugar a lo que denominamos turismo. Palabra que dicen proviene de tourism; adaptación británica del llamado Grand Tour que los jóvenes aristócratas realizaban en el siglo XVI por Europa con fines educativos. Posteriormente irían surgiendo otras motivaciones como las de los viajeros románticos del XVIII. Llegados a España en particular en el XIX buscando las emociones que se decía ofrecía una tierra agreste, bella, costumbrista y exótica, pronto este reclamo atraería una pléyade de escritores y artistas venidos de Europa y América.
El mismo reclamo de elementos “exóticos” configurarían aquel eslogan de los años 60, Spain is Different, que cambiaría la imagen de España y su turismo. Desde aquel boom de sol y playa, que haría de España una potencia turística, las cifras del turismo no han cesado de crecer. Inducida por los beneficios económicos generados, su expansión le ha llevado a convertirse en el principal sector productivo español. Mediante una intensiva promoción e inversión, orientada más a aumentar la oferta que a regular la demanda, se han ido aprovechando todos los nichos que ofrece el extraordinario patrimonio natural y cultural español.
Como cabía esperar, este planteamiento, unido al acortamiento de las distancias gracias a una movilidad más rápida y accesible y a la incorporación al turismo de amplias capas sociales nacionales y extranjeras, ha devenido en masificación. Fenómeno que, sin ser reciente, está generando una oleada de rechazo provocando todo tipo de medidas y propuestas para ponerle coto.
Que el turismo altera el entorno e induce cambios no es novedad. Como tampoco que muchos hayan sido alabados y asimilados por quienes hoy critican el turismo, pues otra pertinaz contradicción ha sido el recelo ante el visitante. Desde antaño es común que los locales marquen distancia con los forasteros, sean estos bañistas, veraneantes o domingueros, señalándoles con una variada gama de apelativos poco cariñosos. Lo paradójico es que hoy muchos de esos locales ejercen a su vez de turistas y la mayoría, si no viven del turismo, se benefician de los servicios financiados por esta actividad.
Como todo exceso, el turismo masificado genera notables trastornos indeseados. Aglomeraciones, atascos, ruido, alteración de paisajes, escasez de recursos y encarecimiento de precios son algunos de sus nocivos efectos. Y si también contribuye a la alteración del encanto de las ciudades y pueblos, tampoco cabe estigmatizar el turismo como fuente de todos los males. Otras causas también contribuyen y de no pocas son responsables los mismos vecinos que, subiendo precios y especulando con sus casas, heredades y tierras, han hecho y hacen su agosto.
Prohibir puede resultar lo más sencillo, especialmente si el veto afecta a otro, pero no parece lo más inteligente particularmente cuando el mal no radica en la actividad vetada sino en haberla convertido en pilar de la economía. Cortar la fuente que a tantos da de beber para evitar aglomeraciones no parece muy inteligente. Primero habría que proveer alternativas diversificando las fuentes económicas y, entre tanto, ordenar la demanda en vez de insistir en incrementar la oferta turística.
Cuando veo paisajes idílicos de verdes prados con el mar y las montañas de fondo, donde antes pastaba el ganado, convertidos por los locales en vulgares aparcamientos de coches y caravanas pienso que queda mucho margen para la ordenación.
