Facilitadores de la propagación del mal, son los mimbres con los que aventureros de la peor especie tejen y ejecutan sus fechorías. Hoy España les debe su paulatino desguace.
En la memoria colectiva, colaboracionista se identifica con la Francia ocupada por los alemanes. Sin embargo, siendo cierto que el término encuentra en el régimen de Vichy su expresión más conocida, ni fue el único escenario donde actuaron junto a los invasores nazis, ni fueron los primeros en ejercer práctica tan vil, ni serían los últimos. Durante la Segunda Guerra Mundial ni Vichy ni Pétain tuvieron la exclusiva del colaboracionismo; existieron numerosos ejemplos en muy diversos países.
Con los años se ha ido desvelando que el colaboracionismo con el ascenso del nazismo y el Tercer Reich estaba mucho más extendido dentro y fuera de Europa de lo expuesto en el “relato oficial”. Lo mismo que con el régimen soviético, si bien en este caso sigue siendo más silenciado, pues el comunismo aún cuenta con influyentes defensores. Son hechos que, por otra parte, cabía intuir. Sin la concurrencia de una pléyade de pequeños colaboracionistas de palabra, obra u omisión, sería inexplicable que el mal hubiese alcanzado tan altas cotas promovido solo por un puñado de infames iluminados.
Hanna Arendt, teórica de la banalidad del mal, señalaba que “nada es más peligroso que un pueblo que ha renunciado a su derecho a pensar por sí mismo”. Ello explicaría, al menos en parte, la existencia de tantos colaboracionistas a lo largo de la historia y que su estirpe siga siendo tan fecunda. Pero me temo que en el hecho de que desde la antigüedad tantas gentes desleales hayan jugado un papel determinante en la historia de sociedades y países, y no sólo ante invasores, concurren más elementos.
Que Judas, uno de los colaboracionistas más renombrados, haya pasado a ser sinónimo de traidor no es casual, pues quizás la vileza más denigrante de un colaboracionista es que traiciona sus principios y de rebote los de aquellos que confían en él. Ahora bien, cierto es que no todos reniegan de sus principios. Los hay que lo hacen por afinidad ideológica o coincidencia en los objetivos, pero a estas gentes desleales les considero meros colaboradores. El colaboracionista genuino es aquél que, sea por miedo, deseo de medrar, beneficio, resentimiento o cualquier otra causa, incluida el seguidismo, doblega sus valores y principios.
A la máxima de Arendt añadiría que la “renuncia a pensar” casi nunca es inconsciente o fruto de la apatía de las gentes; prefieren no pensar en ciertas cosas. Casualmente así como los colaboradores no precisan justificarse, pues la causa es su justificación, la grey colaboracionista suele esforzarse en buscar excusas; conscientes de su doblez, necesitan adormecer la razón para amortiguar sus vergüenzas. Desde pragmatismos utilitaristas, obediencias debidas o sentimentalismos hasta el mal menor y la concordia son muchos y variados los anestésicos empleados, pero en el fondo, al igual que sucede con los grandes, en la motivación de los pequeños colaboracionistas, subyace un cálculo racional de costes y beneficios. Que el cálculo sea pequeño no lo hace más digno.
Hoy en día, como siempre, las figuras son las mismas con distintos nombres. Las hay más prominentes, menores en número, pero más destacadas, y aquellas que pasan más desapercibidas camufladas entre la población. Solemos poner el foco en las primeras y llegado el caso atribuirles toda la culpa. Sin duda sus fechorías merecen justo castigo sin mediar fraudulentos indultos ni amnistías, pero ello no debe impedir obviar la responsabilidad de tanto peón colaboracionista cuyos actos y omisiones, amén de facilitar la labor de los cabecillas, banaliza el mal que hacen.
Hoy en España gozamos de ambos tipos de especímenes, adalides y peones, pero lo peor no es que tengamos nuestra cuota de dirigentes colaboracionistas con quienes detestan todo lo español, lo más grave es la abundancia de tropa colaboracionista. Agazapados en todos los estamentos, con ese disimulo que acaba silenciando la razón, actúan como la carcoma.
Debilitados por sus falaces atenuantes, anestesiados por sus intereses, cada vez que las circunstancias ponen a prueba su pundonor optan por despojarse de una capa de su dignidad. Negándose a reflexionar, a reconocer que su colaboracionismo, por pequeño que sea pavimenta el camino del mal, seguirán escudándose en retorcidas justificaciones. Pero a la postre, no hallarán consuelo porque, como señaló el gran Dickens “los caminos de la lealtad son siempre rectos”.
