Aún en los tiempos más duros Dios nunca nos abandona, jamás nos deja de su mano, pero lo hace a su manera no a la nuestra. “Yo hago nuevas todas las cosas.” (Ap. 21,5)
La reciente festividad de Pentecostés invita a reflexionar sobre aspectos esenciales de la espiritualidad cristiana. Que apenas se hable ellos en público no les resta trascendencia en la vida de las personas; evidencia la desertificación espiritual que padecemos, raíz de muchos males que aquejan a la humanidad. Por ello, cuando millones de personas desorientadas y angustiadas buscan sentido a sus vidas, no está de más recordar que no estamos desamparados; Dios nos acompaña en todos los espacios de nuestro día a día.
Próximo el fin de su misión, Jesús, sabedor de la inquietud que invadiría a sus discípulos tras su resurrección y ascensión al Padre, les dice: “No os dejaré huérfanos, yo pediré al Padre que os envíe otro defensor, el Espíritu de la verdad”. (Juan 14 -18). Y se cumplió en la mañana de Pentecostés. Reunidos los apóstoles, junto a la Virgen María, el Espíritu Santo descendió sobre ellos marcando el nacimiento de la Iglesia y el de su cometido; propagar la fe en Dios.
Así, con la comunicación del Espíritu Santo a los creyentes, se consuma la obra misericordiosa del Padre y del Hijo. Porque el Paráclito, el que consuela, alienta, revive, e intercede por nosotros, habitó el corazón de los hombres tal y como había anunciado Jesucristo: “el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho.” (Juan 14 -26). Pues, si en su vida terrenal Jesús reveló a Dios enseñando lo que el Padre quería decirle a la humanidad, la tarea del Espíritu Santo y de la Iglesia es que no se olvide y que se lleven a cabo de manera concreta las enseñanzas de Jesús.
Habitando en cada persona, el Espíritu Santo posibilita que hagamos lo que solos seríamos incapaces; tener fe, amar al prójimo, superar tentaciones optando por el bien, dar testimonio de Cristo y librarnos de cadenas mundanas. Desde el comienzo hasta el fin de los tiempos vela para que se cumpla el proyecto de Dios de compartir su infinita bondad, porque Dios no es un mero espectador, siempre está pendiente de sus criaturas.
Con el mismo amor omnipotente que le llevó a crearlo todo, todo lo conserva y gobierna. Dios no nos ama porque existamos, existimos porque Él nos ama. Y hasta tal punto es así, que nos ha concedido participar libremente en el cumplimiento de su plan. Que Dios gobierne hasta el mínimo detalle obrando en cada criatura según su necesidad respetando a la par la libertad del hombre sin destruirla, es un gran misterio. No obstante, a poco que miremos con humildad la historia de la humanidad, la de cada persona y la nuestra misma, constataremos que es providencial.
Todo tiene un sentido en el plan de Dios, de las acciones y pensamientos más elevados hasta el peor de los males, como la crucifixión de Cristo, saca Dios el mayor bien. Que no alcancemos a comprender la manera de obrar de la Providencia es razonable dada nuestra limitada capacidad cognitiva frente a su omnipotencia. Somos incapaces de concebir los tempos, escalas y métricas que maneja Dios para gobernar su creación porque, como sintetiza la frase recogida por san Juan en el Apocalipsis, Él hace nuevas todas las cosas. Véase sino lo novedosas que resultan las bienaventuranzas del sermón de la montaña cuyos ideales chocan frontalmente con los del mundo.
¿Cabe imaginar algún líder político diciendo “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”? (Mt 16). La propuesta divina de abrazar la cruz y subir al Calvario como vía a la resurrección, amén de revolucionaria nos resulta inaceptable como a san Pedro al que Jesús le espetó “Vade retro Satanás, porque tus pensamientos no son los de Dios sino los de los hombres…” (Mc 8). Basta que las cosas se tuerzan, que el dolor no amaine, para que pensemos que Dios se olvidó de nosotros o dudar de su existencia.
Pero no es menos cierto que cuando hemos sentido el influjo y la presencia del Espíritu Santo, aún sin saberlo, atisbamos a percibir que esa nueva forma que tiene Dios de hacer las cosas, aunque incomprensible, nos hace mejores y más felices. De ahí que, en todo momento y más aún cuando vienen mal dadas, sea sensato confiar en la Providencia y pedirle, como reza el Padrenuestro, “hágase tu voluntad”. ¿Acaso hay mayor esperanza que saber que, al final de los tiempos, quien tendrá la última palabra es un Dios que nos ama sin medida?
