Si en política, como en otros campos, el orgullo y la ambición bien entendidos ayudan a triunfar, cuando mudan a soberbia engendran ignominia y vileza.
Por si no bastase con la dosis cotidiana del inicuo destilado de arrogancia, displicencia y estupidez gubernativa, entre el martes de Carnaval y el miércoles de Ceniza nos han administrado una sobredosis. Han bastado tres reacciones frente al criminal atentado sufrido por la Guardia Civil la pasada semana en Barbate. La primera, la altiva respuesta del ministro Marlaska al ser preguntado por su dimisión; no sólo negó la posibilidad, muy ufano contestó no habérselo planteado. La segunda, la de su jefe, el presidente Sánchez, quien, apenas transcurridas veinticuatro horas, en un alarde de menosprecio, para mostrar su duelo, no vaciló en asistir feliz y contento a una gala. Y la tercera, a cargo del portavoz López, el cual, haciendo ostentación de su acostumbrada necedad y descaro, banalizó el crimen asociándolo a una tormenta.
Altivez y desprecio son cualidades que caracterizan al soberbio. Como sentenció Descartes, “Acontece con frecuencia que aquellos que tienen un espíritu más mezquino, son los más arrogantes y soberbios; del mismo modo que los ánimos más nobles son los más modestos y humildes.” Añadiría que la necedad, en grado superlativo, también es soberbia, pues el ignorante que, por presunción, en vez de comportarse conforme su saber trata de imponer su ignorancia, ejerce de soberbio. Al igual que es soberbia la simulación de la humildad; ese engaño tan del gusto de algunos políticos falsarios.
No es casual que, desde que en el siglo VI el papa san Gregorio Magno sistematizase los siete pecados capitales, la soberbia haya encabezado la lista, pues, siendo llamados capitales porque generan otros pecados, la soberbia es fuente principal de estos. Se presenta cuando, sobrevalorando el ego propio, se piensa que uno es mejor, con más atributos y capacidades que el resto. Por ello el soberbio es engreído y prepotente y, por tener limitada la aptitud para reconocer méritos ajenos, cree que siempre tiene razón, desprecia la opinión contraria y tiende a faltar al respeto a los demás.
Que la soberbia es causa de otros vicios es evidente. Ya sea, como argumentó Santo Tomás, porque un vicio llama a otro para su fin, o porque elimina las barreras que impedirían caer en otros, el caso es que son legión las envilecidas hijas que engendra sentimiento tan luciferino. Llegar a creerse que nadie está por encima de uno mismo, ni siquiera Dios, lleva a obrar sintiéndose inmune a toda responsabilidad como Marlaska, despreciando al prójimo como Sánchez y retorciendo obscenamente la verdad como López. Tan grande es el ego de los ensoberbecidos que para satisfacerlo no se detienen ante nada. Diezmada su conciencia, si preciso, no dudan faltar a la razón y la moral, abusar de la mentira y violentar la inteligencia ajena insultándola, lo que acostumbran a hacer sin rubor alguno.
Siendo vicio que devalúa la calidad y valor del ser, depreciándolos hasta límites insospechados, “Es connatural con los hombres soberbios y viles ser en la prosperidad insolentes y en la adversidad abyectos y humildes.” (Maquiavelo) Ahora bien, aunque la soberbia pueda haber arraigado hondo en algunas personas, no cabe considerarla un atributo del ser humano; no es un rasgo inmoral de la naturaleza humana. El camino de la soberbia, empedrado con orgullo y necedad, es una opción que libremente puede elegir cada cual escogiendo entre su ego o su calidad humana.
Afortunadamente, la misma libre voluntad que conduce a la soberbia puede ejercitarse para combatirla. Y para ello, porque nadie es ajeno a esa peligrosa tentación de sentirse agradablemente superior, las sociedades han dispuesto fórmulas de ayuda. Si a los generales romanos triunfantes les susurraban “recuerda que eres mortal”, los cristianos celebramos el primer día de la Cuaresma con la imposición de ceniza acompañada de las palabras del Génesis “polvo eres y en polvo te convertirás”.
Que los políticos citados hayan exhibido su soberbia precisamente cuando el dolor y el luto debería haberles hecho reflexionar, sólo muestra que están tan ensoberbecidos y son tan necios que deben creerse inmortales.
