Con razón afirmó Einstein que “Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”. De ahí que, a pesar de las evidencias en contra, una mayoría siga pensando equívocamente que ciencia y religión son irreconciliables.
Que desde hace cinco siglos las corrientes contrarias a la religión, particularmente la católica, han instrumentalizado crecientemente la ciencia para deslegitimar la fe y declararla incompatible con la razón, es un hecho. Y que desde mediados del siglo XIX los ateos y los materialistas marxistas lo vienen rentabilizando al máximo con notable éxito, también. Cosa distinta es que dicha incompatibilidad sea cierta. No sólo los descubrimientos científicos auténticos no contradicen los fundamentos de la fe, sino que muchos de ellos han sido protagonizados por consagrados y laicos creyentes.
No obstante, a pesar de ser falsa la presunta incompatibilidad, sus propagandistas, aprovechando los beneficios humanos generados por la ciencia, lograron entronizar el cientificismo relegando la fe a creencia de mentes inferiores. Muchas gentes, particularmente las supuestamente más cultas, abandonarían la religión y no pocos creyentes diluirían su fe o la ocultarían vergonzosamente. Lo sorprendente es que aún una mayoría siga encerrada en sus prejuicios, como diría Einstein, máxime cuando, desde finales del XIX la propia ciencia viene ofreciendo sólidas evidencias tanto de su compatibilidad con la religión, como de la veracidad de los fundamentos de la fe.
Siendo múltiples las cuestiones susceptibles de generar controversia entre fe y ciencia, no todas gozan de la misma sensibilidad y trascendencia. Por ser clave de bóveda de nuestra existencia, la cuestión estrella ha sido y es si existe o no un Dios creador. El que la ciencia evidenciase que las primeras palabras de la Biblia, en el Génesis, pudieran expresar una verdad, supondría avalar el fundamento de la fe a la par que el descrédito del ateísmo y sus implicaciones filosóficas y de todo orden determinarían la visión que se tenga del mundo y de nuestra propia existencia. Ante tamaño riesgo, no es extraño que se exacerben pasiones y que entre los no teístas se disparen las alarmas y se levanten todas las defensas. Y eso es precisamente lo que viene sucediendo desde finales del siglo XIX y de manera particular a lo largo del XX.
A medida que los avances de la física, las matemáticas, la cosmología y la biología, entre otras ciencias, han ido consolidando la idea de la necesidad de la existencia de un principio y un creador del universo, los creyentes en el materialismo científico no han cesado de tratar de desacreditar y silenciar dichos avances. Por lo que se ve, mientras que respecto de lo esencial llevan décadas en retroceso, en lo tocante a la opinión pública aún resisten con sorprendente éxito. Situación que evoca la conocida frase de Platón “¿Quién es, pues, el creador y padre de este Universo? Difícil es encontrarlo; y cuando se ha encontrado, imposible hacer que la multitud lo conozca.”
A lo largo del siglo XX quienes deseaban poner freno a descubrimientos que pudieran justificar la existencia de un Dios creador, han empleado toda suerte de fórmulas. Al igual que en política se recurre al miedo para vencer al adversario tildándole de peligroso y radical, en el ámbito científico es recurrente alertar sobre los peligros de la religión por su naturaleza irracional opuesta a todo progreso. A la par que airean páginas oscuras de la historia de la religión, callan las represiones del ciego materialismo científico marxista, incluidos los asesinatos y persecuciones de científicos en regímenes ateos como el soviético, el nazi o el chino comunista. Lo mismo hacen con los numerosos casos de descrédito, censura y aislamiento en las denominadas democracias liberales, donde progresistas tolerantes, mirándose en su espejo, no dudan en cancelar a quienes tachan de negacionistas de su credo.
Para quien quiera adentrarse en esta apasionante historia vital tan vigente como secular y extraer sus propias conclusiones, me permito recomendar la lectura de dos libros de reciente aparición. Dios. La ciencia. Las pruebas. El albor de una revolución de Michel-Yves Bolloré y Olivier Bonnassies (2021, edición en español 2023) y Nuevas evidencias científicas de la existencia de Dios de José Carlos González Hurtado (2023). Dos publicaciones que, combinando diversos enfoques, resultan complementarias. Con un lenguaje divulgativo, no exento de rigor apoyado en un extenso material historiográfico, abordan el devenir de descubrimientos científicos complejos de manera didáctica e inteligible.
Dos obras cuyo objetivo es aportar elementos para reflexionar sobre la cuestión de la existencia de un Dios creador cuyo planteamiento científico actual, habiendo virado hacia términos nuevos, no deja de recordar el que san Pablo señaló hace dos mil años: «Lo invisible de Dios desde la creación del mundo, se deja ver a través de sus obras» (Rm 1,19-20).

Ya lo dijo Sant Tomás en su quita vía…
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Efectivamente Antonio así es y en los libros mencionados se le cita. Gracias y abrazo.
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No podemos olvidar al Papa Benedicto XVI y su «Luz Divina de la Razón»
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Le tengo bien presente Antonio. En el artículo del blog que le dedique en enero de 2023 con ocasión de su fallecimiento, titulado «Gracias Santo Padre», entre los motivos que señalé para estarle agradecido destaqué «su búsqueda incansable por hermanar razón y fe y, particularmente, fe y ciencia. Un debate tan antiguo como la historia del cristianismo al que dedicaría notables esfuerzos aportando importantes luces. Tan sólo por lo mucho aprendido en sus textos recopilados en la obra “Fe y ciencia un diálogo necesario”, le debo mi agradecimiento.» Fue un papa extraordinario. Abrazo
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