Evitando el estupor

Ante el delirante panorama político, quienes dicen ya no sorprenderse de nada olvidan que perder la capacidad de asombro más que experiencia revela perplejidad y rendición.

Día sí, día no, la clase política nos regala algún motivo para la estupefacción. Y no es que desde hace décadas no vengan practicando sus juegos malabares traspasando límites. Lo alarmante es que cada vez apuntan más alto cruzando líneas de todos los colores, con mayor frecuencia y a mayor velocidad. Son tantos los sobresaltos provocados y de intensidad y gravedad tan crecientes que a duras penas cabe llevar las cuentas. Pero aunque parezca que tal superposición sólo conlleva que el último despropósito borre o lleve al anterior al olvido, lo cierto es que no es así.

Como si de tóxicos metales pesados se tratase, la ingesta cotidiana de dosis crecientes de disparates políticos va acumulándose en el cuerpo social envenenado todos sus órganos, causando graves disfunciones. Provocando trastornos que, de no tratarse a tiempo y adecuadamente, cursan en peligrosas enfermedades. Habrá quien no le dé mayor importancia a tan nociva contaminación, pero sin menoscabo de que el deterioro de los órganos y tejidos del Estado acaba por afectar a todos los ciudadanos para mal, salvo a alguna minoría, hay otro síntoma que, no por ser más individual, deja de tener relevancia.

Ante la sobredosis vigente de desatinos y actuaciones políticas aberrantes, es razonable sentirse confuso y dubitativo sobre lo que debe hacerse. Pero como caer en este estado de perplejidad no dice mucho de uno, cabe la tentación de enmascarlo en una suerte de indiferencia. No obstante, si bien recurrir al pasotismo, o a esa actitud displicente de «a mí ya nada me sorprende», puede dar sensación de protección, la verdad es que ni alivia la perplejidad, cuando no el espanto, ni mitiga la causa. Al revés, cuanto más se insiste en obviar la evidencia más se debilita la capacidad de resolución y cuantos más sean los que escojan esta opción, mayor es el margen dado a quienes no conocen límites.

Llevar a las personas al hastío, la insensibilidad y el letargo es uno de los peores males que provoca la acumulación sin pausa de acciones políticas nocivas. Dice el diccionario que estupor es la diminución de la actividad de las funciones intelectuales, acompañada de falta de reacción. Descartando la acepción médica del término, entre las experiencias traumáticas que pueden provocar estupor no es menor la debida a la convivencia cotidiana con graves anomalías sociales y políticas. Lo prueba el que, entre las artimañas de la ingeniería social y la vileza política, está alentar ciudadanos adormecidos, con la razón y el discurso en suspenso, rendidos, dóciles y fáciles de pastorear.

Viviendo en ambiente tan contaminado, no es tarea sencilla evitar que la capacidad de juicio y resolución torne en apatía, inercia e irresponsabilidad frente al compromiso. Exige voluntad y esfuerzos y, entre estos, uno en particular; el de no perder la capacidad de asombro. Cultivar ese sentimiento que desafía todo lo que no comprendemos es esencial para combatir el estupor. Permite afrontar lo inesperado, lo impensable, los comportamientos anormales, lo que nos sorprende y reclama nuestra atención.

La capacidad de asombro es la disposición primera del conocimiento alentando su deseo y posibilitándolo, activando todos los mecanismos físicos, mentales y espirituales para descubrir la verdad. De ahí que provoque lo opuesto a un estado paralizante induciendo a la acción y actuando como antídoto de la apatía. El asombro ni es conformista ni estrecho de miras; alerta, anima a la búsqueda y demanda respuestas. Y siendo que nace de la percepción personal de lo existente, es refractario a la intromisión y exige libertad para expresarse. A cambio, la sensibilidad que requiere el asombro abre caminos de aprendizaje y sabiduría, de comprensión y solidaridad, de empatía y respeto y de dignidad y decencia.

Evitar el estado de estupor pasa inexorablemente por conservar la capacidad de asombro. De lo contrario, dejarla adormecer o anestesiarla con escepticismo acomodaticio o comprando relatos prestados e interesados de la realidad, no sólo auspicia el todo vale, lleva a la pérdida de esa sensibilidad esencial que permitió al ser humano salir de la caverna, descubrir maravillas y progresar.

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