Desafectos, que no desapegados

La orfandad política lleva al distanciamiento y de ahí al exilio interior sólo hay un paso.

Se habla mucho del desapego de la política, particularmente de la juventud, y frecuentemente con superficialidad, cuando no con desdén. El primer error de percepción tan trivial es utilizar como métrica del grado de interés la participación en las elecciones. Equiparar la abstención con desinterés es como inferir que alguien no tiene apetito al no querer comerse algo que huele y sabe mal. Lo que si puede suceder es que, si acostumbran a servirle platos incomibles, pierda el apetito.

Otro error es confundir desapego, que no es sino carencia de interés, con desafección, que significa disentimiento u oposición respecto de algo, y que, por tanto, implica posicionarse. De ahí que sea equívoco concluir que el hecho de que los jóvenes sean el grupo de edad que arroja mayor porcentaje de abstención se deba a que, entre ellos, abunde más la apatía o indiferencia. Los habrá que pasen de la política, pero también existen otros que, justamente por tomársela en serio, desencantados por la que se practica sienten desafección. Sentimiento que además no es exclusivo de los jóvenes abundando cada vez más en personas de otros  grupos de edad, incluso entre muchas que, yendo a votar, lo hacen con escaso convencimiento de que sirva para algo.

Por tanto son las gentes desafectas quienes deberían preocupar y no estaría mal comenzar por no descartarlas ofensivamente como incívicas gentes desapegadas. Pero como quiera que la clase política no acostumbra a aceptar que haya quienes se sientan decepcionados por ella, prefieren atribuir a estos la condición de personas carentes de cultura democrática a las que hay que reeducar. De ahí que se hable más de desapego que de desafecto. Ahora bien, que no se quiera ver la sintomatología que, de manera más o menos soterrada, se va extendiendo en el cuerpo social, no supone que el mal no exista. Los síntomas de hastío, rechazo, frustración e impotencia se manifiestan a doquier y la sensación de no sentirse representado o, dicho de otra manera, de orfandad política, es creciente.

Sin pretender entrar en las múltiples causas del ascenso de la desafección, cuyo análisis exigiría un tratado, sí cabe apuntar algunas obvias. El decreciente nivel de la clase política, de las élites sociales y el paulatino acomodo de gran parte de la sociedad a la mentira y la mediocridad ha propiciado un contexto decadente, envuelto en adulterada modernidad democrática, muy favorable para la multiplicación de los más variados motivos de desafección. Véase la supremacía de intereses personales y partidistas coyunturales, la ideologización cultural, la polarización y el enfrentamiento como estrategia, la mutación de derechos de las minorías en discriminaciones e imposiciones a la mayoría, la infantilización del discurso político y la escasísima fiabilidad de la información pública y de sus terminales mediáticas.

Razones en cuya larga lista cabría incluir otras que han venido superponiéndose; la prevalencia de lo identitario respecto del bien común, los pactos oportunistas contra natura, la entrega del poder a partidos minoritarios contrarios al Estado español, la utilización espuria de las instituciones, el deterioro contumaz del estado de derecho y el acelerado proceso de estatalización subvencionada. Porque, si algo es obvio, es que el  estado ya es omnipresente, tratando de controlarlo todo con dinero público de forma y manera que no haya iniciativa social fuera de su tutela. Una estatalización cuyos peligros se acrecientan en un marco ideológico y una praxis política de subordinación del interés del estado al del partido y el de este al de su caudillo de turno, deviniendo en el sometimiento del estado a una persona.  

Vistas las razones objetivas para el desencanto lo sorprendente es que la desafección creciente, que no el desapego, no haya aflorado con más fuerza aunque sus brotes ya vayan manifestándose. Lo que se desconoce es cuáles serán sus efectos. Entre tanto, cabe aferrarse a la esperanza de que la proliferación de foros y redes, no sujetas al poder, que posibilitan intercambiar ideas e información, permitan que la orfandad política que lleva al distanciamiento, al poderse compartir, se torne en motor de renovación y no genere más exiliados interiores.

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