De méritos propios y ajenos

Siendo de sabios reconocer las aportaciones y logros de otros, el grado en el que se practica, particularmente respecto de los rivales, da la talla de las personas.

Escuchando a un directivo empresarial haciendo balance de un año exitoso apuntándose todos los méritos, sin mencionar mínimamente a quienes contribuyeron al éxito, aparte de sentir vergüenza ajena, constaté una vez más que es una actitud bastante corriente. Porque lo cierto es que, por desgracia, comportamiento tan innoble como no reconocer los méritos de otros, amén de frecuente, está muy extendido y, en algunos ámbitos, como el de la política, muy arraigado. Tanto que, tratándose de los opositores, sean del pasado o del presente, lo habitual es silenciar sus méritos y destacar, cuando no abultar, sus errores.

Salvo si la conveniencia induce a lo contrario, en cuyo caso no se escatiman elogios que tienden a ser exagerados, la tendencia suele ser la de anotarse todos los méritos sin referirse  a quienes abrieron camino para que pudiese tener lugar aquello de lo que se presume. De ahí que esté tan extendido el adanismo, ese hábito de hacer creer que el inicio de algo se debe a uno como si antes nadie hubiese hecho nada al respecto. Una actitud que, por ser hija de la estupidez y la soberbia, está hermanada con otras conductas que reflejan distintos niveles de indignidad; desde la incapacidad para ejercer la gratitud, pasando por la negación de méritos ajenos, hasta el caso extremo de apropiación de méritos de terceros.

Obviamente, quien calla las aportaciones de otros además de engreído debe ser necesariamente ingrato y por ende anodino pues, como alguien dijo, los grandes hombres no se sienten pequeños dando las gracias. Y esa misma mezquindad, aderezada con resentimiento, es la que induce no sólo a  ocultar las aportaciones ajenas sino a negarlas directamente. Una práctica nada infrecuente en ambientes dominados por la mentira y el oportunismo en los que no son pocos  los sinvergüenzas que llegan al extremo de exhibir los méritos ajenos como propios.

Sí, hablo de robar ideas. Sea para ganar prestigio, cumplir objetivos o enriquecer el currículum, es práctica más común de lo esperada. No siendo específica de entidades, sino propia de personas cuya escasa valía y autoestima se compensa con avidez y procacidad, aflora en  diferentes niveles de responsabilidad y en muy diversos entornos, desde el político y el laboral  hasta el académico y artístico. En sociedades sanas actitud tan inicua es reprobada, pero, no siendo la norma por estos lares, no es raro que los  autores se salgan con la suya.

Tomando como referencia la máxima popular de hombre bien nacido es ser agradecido, cabe afirmar que saber reconocer la valía de otras personas, más que un acto de generosidad, lo es de justicia y refleja la talla ética de cada cual. Reconocer con gratitud y humildad lo que tantas personas han aportado a nuestros éxitos es un acto de imparcialidad y objetividad que muestra en qué medida  respetamos a los demás y a nosotros mismos. Hace a las personas más creíbles, confiables y cercanas y, por ser habilidad social infrecuente, resulta muy apreciada siendo seña de distinción que propicia la genuina respetabilidad.

En suma, frente a los vulgares mediocres que sólo alcanzan a percibir el mérito ajeno como un demérito propio o, a lo sumo, como una triste oportunidad para disimular su escasa valía, quienes sí lo aprecian y agradecen se hacen un favor a sí mismos y a la sociedad en su conjunto. Saber reconocer lo bueno aportado por los demás hace a las personas mejores y más satisfechas consigo mismas. El genial Goethe lo sintetizó con mayor maestría en su famosa cita: El hombre más feliz del mundo es aquel que sepa reconocer los méritos de los demás y pueda alegrarse del bien ajeno como si fuera propio.

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