Indignaciones selectivas y el caso Urkullu

Una seña de identidad de nuestra sociedad es que se han disparado las sensibilidades a la par que las reacciones han crecido en inequidad, parcialidad y desproporción.

Que los seres humanos tenemos una tendencia a percibir los mismos hechos de manera diferente y a responder conforme las circunstancias, opciones y posiciones personales es evidente. De ahí que sea normal que cada cual sienta a su manera las alegrías y tristezas cotidianas. Pero eso no obsta para que, siendo seres racionales, debamos procurar utilizar la razón para controlar nuestras emociones y sentimientos. No obstante, por desgracia, como en tantos otros ordenes de la vida, estando la racionalidad en horas bajas, en este terreno su lugar parece haberlo ocupado la conveniencia, las adhesiones incondicionales y la ideología.

Así ha pasado a ser corriente asistir a reacciones tan incoherentes como arbitrarias frente a sucesos similares, cuando no carentes de toda equidad y proporción ante temáticas y cuestiones de calado ético y gravedad muy dispar.  Los ejemplos son tantos y variados en el que las varas de medir aplicadas y las indignaciones son tan selectivas que dicha nociva actitud parece irse asimilando socialmente como una expresión más de la libertad de expresión. Sin embargo, aunque se haya convertido en costumbre, tratándose de una lacra social merece que, al menos de vez en cuando, se denuncie este torcido comportamiento.

Entre los muchos casos que podrían citarse, hoy he optado por fijarme en uno que, habiendo sido noticia estos días, me ha parecido particularmente vergonzoso. Me refiero al profundo malestar mostrado por el presidente del Gobierno Vasco, Iñigo Urkullu, ante la reacción de algunos asistentes en el Congreso de la Empresa Familiar celebrado en Bilbao esta semana. Según informan los medios, en la inauguración del Congreso, al iniciar Urkullu su discurso en vascuence, oyendo toses y carraspeos en el auditorio, con aspecto ofendido, ceso de hablar unos segundos prosiguiendo seguidamente su intervención. Al concluir el acto, mostrando su indignación a los organizadores, manifestó que alguien debería pedir disculpas.

Descartando que es rasgo propio de nacionalistas hacerse los humillados y ofendidos, la actitud de Urkullu no tiene un pase. Además de evidenciar su escaso apego a la libertad de expresión a la que tantas veces recurre cuando le conviene ejercer la equidistancia, ha sido una prueba más de su acostumbrado cinismo. Mostrar molestia y enfado por la falta de respeto a un patrimonio cultural como el vascuence pudiera justificarse si fuese otro el protagonista, pero tratándose de Urkullu, no, bajo ningún concepto.

El mismo que se indigna ante toses y murmullos por sentir que se está ofendiendo al vascuence no tiene reparo alguno en faltar al respeto a todos los españoles con su ausencia institucional en no pocos eventos y particularmente el día de la fiesta nacional. Se conoce que para Urkullu el 12 de octubre no simboliza valor alguno del conjunto de los españoles digno de su respeto como representante del Estado español en el País Vasco.

Lo mismo cabe decir del incumplimiento generalizado en su territorio del uso de la bandera española previsto legalmente. Que la bandera de España, como señala la ley, simbolice la nación, sea signo de la soberanía, independencia, unidad e integridad de la patria y represente los valores superiores expresados en la Constitución, no parece que lleve al señor Urkullu a molestarse y pedir disculpas cuando se la ningunea a diario.

¿Mostrará Urkullu el respeto institucional que tanto reclama asistiendo a la jura de la Constitución de la princesa de Asturias?, lo dudo mucho. ¿Pedirá disculpas?, me temo que tampoco; al contrario lo justificará alegando alguna razón victimista.

Me enseñaron que para exigir hay que tener autoridad moral. Autoridad que nace de  ser consecuente con las decisiones que se toman, con lo que se dice y lo que se hace y que se basa en conceptos tales como la verdad, las convicciones y el ejemplo. Por lo tanto, la palabra de aquel que es inconsecuente, miente u obra de forma arbitraria, carecerá de valor. Eso es lo que sucede con la indignación selectiva de Urkullu que no vale nada.

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