Pasarse, quedarse corto o simplemente errar puede deberse a muchas causas, pero una segura es imponer como criterio la aplicación de la misma unidad para medir cosas y magnitudes diferentes.
Llegar a afirmar, como se hace sin vacilar, que es más saludable para el planeta comer garbanzos que cordero por ser menor su huella de carbono o, ver la televisión que tomarse una cerveza con los amigos, es tan irrisorio como osado. Lo grave es que abundan los estudios que hacen este tipo de clasificaciones, medios que las difunden, políticos que las toman como referencia, empresas que las aprovechan y personas que se las creen.
Desde que el interés por el cambio climático desbordó el campo científico técnico escalando puestos en la agenda política y calando en los más diversos ámbitos de la actividad humana, se pretende imponer una nueva métrica universal muy preocupante. Poco a poco, sin importar la materia de que se trate, a la hora de valorar la mayor o menor bondad de algo se viene otorgando una creciente preeminencia sobre otras consideraciones a su huella de carbono. Sea un medio de transporte, una actividad de ocio, la moda o un alimento, casi nada escapa al veredicto de esa nueva vara de medir omnipotente cuya unidad es el CO2.
Si reducir las emisiones de gases de efecto invernadero es sin duda necesario, hacerlo con rigor y cautela es esencial tanto para evitar efectos colaterales indeseados como reacciones adversas a la lucha frente al cambio climático. Por ello yerran y provocan serios perjuicios quienes insisten en anteponer la métrica del CO2 a la hora de validar hábitos, productos, actividades o servicios dispares. Ya de por sí estimar la huella de carbono con cierto rigor es ejercicio complejo que implica analizar múltiples factores dependientes de muchas variables que, como su nombre indica, tienden a variar. De ahí que, sí precisar la huella de algo concreto es difícil, extrapolarla a todos los de su especie resulta, por muy impreciso, muy arriesgado.
Siendo pues las razones señaladas motivo suficiente para hacer un uso muy prudente de la métrica del CO2, más aún lo son para no dar a este criterio un peso desmedido respecto de otras consideraciones a la hora de calificar o valorar algo y de tomar decisiones al respecto. Por desgracia dicha prudencia escasea y las consecuencias suelen ser muy negativas. Ya sea por estimar que el cambio climático merece atención prioritaria o simplemente porque está de moda, no pocas veces, ofuscados por dicho objetivo, se pierde la perspectiva del conjunto. Poniéndonos en el mejor de los casos, el primero, cuantas veces sucede que los árboles no dejan ver el bosque y se yerra.
Sin ir más lejos, apenas hace tres lustros, impelidos por el afán de combatir el cambio climático, en España se decidió favorecer fiscalmente los vehículos diésel atendiendo a que sus emisiones de CO2/km eran menores que los de gasolina. Siendo cierto el dato, al dar preeminencia a este factor quedaron en el olvido otros no menos relevantes. Entre ellos, además de no tenerse en cuenta el uso que se hace del vehículo, olvidaron que las emisiones de los diésel respecto de contaminantes que perjudican la calidad del aire eran mayores que los de gasolina. Al cabo de un tiempo, cuando el daño ya estaba hecho y el parque de vehículos diésel había crecido se decidió cambiar de política.
En esta misma línea, son múltiples los casos que cabría citar de actuaciones que se están llevando a cabo en el mundo resultantes de aplicar la métrica del CO2 como factor decisivo, provocando notables efectos negativos. Ejemplos son desde el impacto socioeconómico en el ámbito rural de grandes plantas fotovoltaicas, pasando por el deterioro del paisaje causado por la proliferación de parques eólicos, hasta plantaciones de compensación de carbono con costes para la biodiversidad y otras funciones de los ecosistemas. Todo ello sin entrar en reformas estructurales guiadas por la huella de carbono con profundas consecuencias sociales, económicas y ambientales que buscan alternativas rápidas y supuestamente eficaces para mitigar el calentamiento global.
Si la urgencia nunca fue buena consejera, tomar la parte por el todo acostumbra a ser un error de consecuencias impredecibles. Combatir el cambio climático, sin dejar de ser una prioridad, no puede ser excusa para minusvalorar, cuando no obviar, otras muchas e importantes consideraciones. Y si perder la perspectiva suele acabar mal, por más fácil que resulte medir y monetizar el carbono que otros parámetros, abusar de la métrica del CO2 termina pagándose muy caro.
