Inmersos en el acelerado y absorbente trajín cotidiano en el que es fácil caer en un ensimismamiento empobrecedor, nada hay más saludable que mirar más allá de nuestro entorno inmediato.
Contrariamente a lo que cabría esperar de una “sociedad de la información” muchas personas, presas de los exigentes afanes del día a día, tienden a vivir en una burbuja desentendiéndose de aquello que existe más allá de su sombra y cayendo, no pocos, en un creciente adanismo y egocentrismo. Porque, para saber que no todo nace con uno y que fuera de nuestro entorno más próximo hay otras vidas, es necesario aprender a soltar de vez en vez nuestro arado, izar la vista y mirar más allá de nuestro surco. De lo contrario, se tiende a encerrarse en eso que llaman “zona de confort” que, paradójicamente, más que un espacio de libertad y felicidad es una reclusión autoimpuesta refugio de miedos, riesgos y ansiedades.
Si, como es costumbre, se valora más lo que escasea, no sorprende que hoy cotice tan al alza la empatía. Lo que vulgarmente se dice “ponerse en los zapatos de otro”, ha pasado a ser un valor muy apreciado. ¡Hay que ser empático! se escucha cansinamente a doquier, a la par que se multiplican los estudios, las recomendaciones y métodos de aprendizaje para lograrlo. Así, algo tan básico como tener la capacidad de identificarse con otras personas y tratar de entender sus sentimientos, parece ser hoy un atributo escaso. De ahí que ser empático sea premiado socialmente y considerado un mérito.
Ahora bien, si resulta llamativo que en sociedades que se dicen tan solidarias y sensibles no abunde la empatía, más aún lo es sabiendo que ponerse en el lugar del prójimo además de no ser tan difícil resulta muy beneficioso para uno mismo. Obviamente, algún grave impedimento debe mediar, no siendo causa menor el ensimismamiento al que nos hemos referido y el aislamiento que genera. Pues, si imposible es apreciar lo que otro siente sin conocerle, igual de imposible es conocerle sin saber que está ahí, y para ello resulta imprescindible salir a su encuentro y mirarle con un mínimo de interés.
Visto el panorama, cabe pensar que igual lo que necesita esta sociedad tan conectada y supuestamente interrelacionada es justamente desconectarse un poco de tanto aparato y aprender a mirar fuera de nuestra burbuja. Porque salir de uno mismo mirando alrededor, despertando, descubriendo e interiorizando es todo un proceso de aprendizaje. Los curiosos y generosos por naturaleza y aquellos a quienes se les han alimentado dichas cualidades, lamentablemente tan poco estimuladas cuando no reprimidas, lo tienen más fácil. Pero incluso los más retraídos y taciturnos pueden sacar buen provecho del ejercicio de mirar más allá. Porque la mirada no sólo permite comprender mejor a los demás, también aporta conocimiento y es transformadora. Mirarse en el espejo de quienes nos rodean en el autobús, la calle, el bar o el trabajo, interpela, induce a plantearnos preguntas sobre nosotros mismos y no pocas veces a tomar nota y cambiar de actitud.
Llegados a este punto, dando unos pasos más, atreviéndonos a elevar la mirada ampliando el campo de visión, se nos revelarán horizontes insospechados que nos permitirán ubicarnos y conocernos mejor. Aprendiendo a contemplar el mundo en el que habitamos, la diversidad de personas que lo pueblan, la infinita variedad de seres vivos e inertes que lo conforman, la inmensidad de sus espacios, la belleza que todo ello encierra y sus insondables misterios, amén de constatar que tanta maravilla no puede ser fruto del azar, queda al descubierto nuestra pequeñez.
Mirar más lejos y más alto nos hace tomar conciencia de nuestras limitaciones y debilidades, achica el ego, ayuda a ver a los demás con más humildad y nos enriquece como personas. Porque si algo nos enseña aprender a mirar es a reconocer lo poco que realmente sabemos de nuestra existencia, lo mucho que dependemos de los demás y lo importante que es para ser felices que alguien, de vez en cuando, se ponga en nuestro lugar.
