Tierra de María

Tiempo de Perseidas, lluvia de estrellas fugaces que parecen iluminar el anuncio de la festividad de la Asunción, una de las más importantes devociones marianas en las que, desde tiempos seculares, arraiga la piedad popular hispana.

Es innegable que vivimos una época hostil para la fe, que pone a prueba las fidelidades. Desde que los europeos fueron seducidos por las luces de la razón hasta la fecha, es una evidencia que la descristianización de occidente no ha hecho sino expandirse. No obstante, aunque muchos lo hayan anunciado, el cristianismo ni está muerto ni agonizando. Una cosa es que la cristiandad, entendida como la vida económica, política y social inspirada en los principios cristianos, se haya disuelto y otra muy distinta que estemos ante los últimos estertores del cristianismo. Al contrario, como tantas veces ha acontecido a lo largo de su bimilenaria  historia, cuanto más hostil ha sido el entorno y mayor la persecución, con más vigor han resistido los cristianos.

Cierto es que en este contexto que raya en lo pagano el número de cristianos practicantes se ha visto muy reducido. Pero a la par, además de haber crecido la calidad de quienes permanecen fieles, a pesar de tan extendida secularización persiste una fuerte pulsión de religiosidad popular. De ahí que, aunque pueda parecer anacrónico, estos días cientos de barrios, pueblos y ciudades se preparen para celebrar el próximo 15 de agosto la solemnidad de la Asunción de la Virgen María en cuerpo y alma a los cielos. Un misterio de la fe cristiana que el Papa Pío XII proclamó dogma de fe en 1950 tras haber sido venerado y profesado por el pueblo durante siglos. Todo un ejemplo de cómo las raíces de la piedad popular pueden mantener viva la llama de la fe católica cuando vientos y mareas se baten en su contra.

Dirán que hoy en día las festividades marianas han quedado reducidas a meros eventos culturales, lúdicos y folclóricos cuando no a oportunidades para tomar vacaciones. Algunos incluso las tildan despectivamente de rancias supersticiones. En muchos casos así es habiéndose diluido en el imaginario colectivo su naturaleza cristiana. Pero no es menos verdad que no pocas de esas manifestaciones encierran una auténtica devoción a la Virgen María cuyo consuelo e intercesión tantas veces se busca, muchas más de las que se proclaman, ante las dificultades y los inevitables problemas de cada día. Una devoción ancestral, basada en la firme creencia de que la Virgen actúa como mediadora entre Dios y los hombres, que hunde sus raíces en la tradición católica española para cuyo asentamiento la veneración mariana ha sido esencial.

Desde la primera aparición en el orbe de la Virgen, en el año 40 sobre un pilar a las orillas del Ebro, para confortar al apóstol Santiago en su difícil misión evangelizadora de Hispania, la influencia mariana en la historia de España y de la Hispanidad no ha dejado de ahondar y expandirse. Vivamente expresada en el patrimonio cultural y en el culto a los cientos de advocaciones de la Virgen María extendidas por toda la geografía, si Europa se hizo peregrinando a Compostela, como afirmó el poeta romántico Goethe, cabe afirmar que la historia y devenir de la Hispanidad es, en su raíz, una perpetua peregrinación mariana. Por ello no es de extrañar que voz tan autorizada como la del Papa san Juan Pablo II  al culminar hace veinte años su quinto y último viaje apostólico a nuestra patria se despidiese con un «adiós España, tierra de María».

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