He vuelto a constatar que no es producto de la imaginación ni invento a la espera de que una mente brillante la descubra. La máquina del tiempo existe y disfrutar de sus prodigios está al alcance de cualquiera. Sólo se requiere curiosidad, no tener prisa y suerte.
Antaño el viaje para ir de vacaciones no consistía en llegar en el menor tiempo posible. Las condiciones de vehículos y carreteras imponían sus tempos y recorridos. A poco que el destino estuviese lejos no sólo las paradas eran obligatorias, atravesar pedanías, pueblos y ciudades, cuando no ascender puertos, superar pasos a nivel o bordear ríos era imperativo porque así lo exigía la ruta. Claro está que los conceptos de tiempo, confort o seguridad eran otros, pero sin menospreciar los inconvenientes tampoco cabe hacer lo mismo con las ventajas que, vistas con perspectiva, no eran pocas.
El viaje, lo que hoy asépticamente llaman desplazamiento, tenía un valor en sí mismo. Permitía conocer gentes, costumbres, monumentos, lugares y paisajes que hoy apenas son panorámicas fugaces o nombres en los letreros de los desvíos de las autopistas. No digamos la oportunidad que aquellos viajes ofrecían de poder disfrutar de viandas propias de la tierra preparadas y consumidas en el ambiente que les era propio y tantas veces único. La expectativa de volver a saborear tan añorados como sencillos y suculentos manjares locales junto a la de reencontrarse con vistas y hasta sonidos y olores conocidos, marcaban los hitos de un camino que, si bien a veces largo y fatigoso, formaba parte de las vacaciones.
Habrá quien diga que hoy es posible conjugar las ventajas de la modernidad y del pasado, que nada impide tomar rutas alternativas y detenerse allí donde se quiera. Es verdad, pero no del todo real. Para empezar el contexto vital es muy diferente y se quiera o no condiciona mucho las conductas. La realidad es que, para bien o para mal, casi todo es distinto. Por ello pretender revivir un viaje como los de antaño es vana ilusión; los medios, el guion, los actores y el decorado han variado tanto que sólo permiten recrear aquellos tiempos en un escenario. Hecho que por cierto se da con frecuencia más allá de espacios teatrales y con notable éxito.
No obstante, la buena noticia es que hay excepciones en las que el ambiente, lejos de artificioso, se ha conservado. Sí, existen sitios así, la clave para encontrarlos está en arriesgarse a quedar decepcionado que es lo usual. Por ello, en estos tiempos tan acelerados, en los que el cambio parece un fin en sí mismo, regresar a un lugar al cabo de muchos años y hallar que el tiempo se ha detenido sin que la vida haya mermado es toda una suerte.
Salvo que suceda por casualidad, tener la curiosidad de aparcar las prisas y salirse de la ruta para retornar a aquel sitio cuyos ecos permanecen en nuestra memoria a veces es premiado por la fortuna. Sin quererlo se ve uno inmerso en el pasado. El entorno, las cosas, las maneras, los olores, colores, sabores y sonidos afloran recuerdos que parecían olvidados. A la par que le transportan a uno al pasado traen al presente personas y vivencias tan lejanas con tal viveza que no hay máquina del tiempo que pueda operar semejante prodigio.
