Es frecuente situar en planos opuestos la conveniencia y la convicción, pero no siempre es acertado; pueden ser motivaciones compatibles incluso llevando la primera a las más elevadas convicciones.
Por alguna razón que se me escapa está asentada la idea de que las personas con convicciones son íntegras y buenas mientras que, aquellas tachadas de convenientes, son de menor calidad humana y menos fiables. Puede ser que, a priori, ofrezca mayor respeto y confianza quien actúa conforme ideas religiosas, éticas o políticas firmes frente al que lo hace en función del provecho que pueda obtener. Pero, no es menos cierto que todo depende de la calidad de la convicción o del interés que se persiga.
No pocas veces es mucho mejor un oportunista, dicho en el peor sentido de la palabra, que alguien aferrado a firmes convicciones equivocadas cuando no netamente nocivas. «La maté porque era mía», justificación tantas veces expresada con rotunda convicción, no deja de ser una aberración inaceptable. Igual cabría decir de otras tantas actitudes, desde el racismo al simple menosprecio, fruto de la convicción de creerse superior o con más o mejor derecho. De otra parte, dudar, no aferrarse a una idea o dejarse dominar por ella, y aprovechar las oportunidades para buscar el mayor beneficio no ha de ser algo intrínsecamente malo. Al contrario, puede ser muy conveniente.
Alguien dijo que las convicciones son un lujo para quienes se mantienen al margen; lo mismo cabría decir del dudar. No se trata de ejercer de indeciso compulsivo, apuntarse al relativismo para evitar comprometerse o ser un veleta, pero de ahí a no plantearse la conveniencia de nuestras convicciones hay un abismo. Aunque el término conveniente suele emplearse en sentido peyorativo refiriéndose a alguien que antepone su interés, si lo que se persigue le hace bien y a nadie daña no hay razón para no apreciar la conveniencia de buscarlo y menos aún para denostar a quien lo hace. Más aun, estando dotados de la capacidad de razonar y sentir es imperdonable no dudar y discernir. Indagar lo que de verdad conviene a uno, experimentarlo y actuar convenientemente en consecuencia no sólo puede afianzar convicciones, ayuda a descartar las negativas y permite descubrir otras nuevas y mejores.
Siendo muy diversas las motivaciones que llevan a las personas a actuar, desde los impulsos más instintivos hasta las más profundas reflexiones, no cabe duda de que la convicción y la conveniencia ocupan lugar destacado. Razones que, a su vez, son moldeadas por la experiencia. Con el paso de los años, los conocimientos adquiridos, las vivencias, todo el caudal acumulado de sentimientos, no sólo permite pulir convicciones, además haber experimentado lo que realmente conviene más allá de la mera conveniencia oportunista, posibilita asentar firmemente creencias.
Un buen ejemplo lo tenemos en la contestación que cabe dar a quien pregunta ¿por qué crees en Dios? Cuestión tan razonable podría despacharse afirmando: «soy cristiano por la gracia de Dios». Pero, siendo respuesta tan aparentemente sencilla como rigurosa, pues la gracia divina es la fuente de la fe, quizás sea insuficiente para nuestro interlocutor. Así que, dando un paso más, cabría apuntar dos ideas. Primero que, por ser seres libres, es cuestión de cada cual llegar al convencimiento de la existencia de dicha fuente de gracia y beber o no de ella. Segundo que, decidir hacerlo, ha venido propiciado en muchos casos por haber experimentado la gracia en carne propia. Sí, por haber sentido a lo largo de la vida que, a pesar de las exigencias que entraña, acercarse a la fuente lleva a ser más feliz, más libre y a conocer que el desarrollo humano puede alcanzar horizontes inimaginables. De esta manera, descubrir lo conveniente que resulta aceptar la gracia divina por benéfica y provechosa, torna dicha conveniencia en poderosa razón para llegar a la convicción de creer en la existencia de Dios.
