La compostura ante una derrota o una victoria retrata tanto a las personas como la imparcialidad marca el grado de fiabilidad de las opiniones que se vierten al respecto.
Con curiosidad más propia de un etólogo, estos días he prestado inusual atención a las reacciones provocadas por los resultados de las elecciones del pasado 28 de mayo. Más que fijarme en el contenido político de las respuestas de candidatos y analistas, mi interés se ha centrado en contrastar el grado de ecuanimidad reinante en estos ámbitos. Obviamente mis limitadas observaciones no dan para sustentar una rigurosa tesis, pero el marcado sesgo de las opiniones vistas y oídas sí suscita algún comentario.
Lo primero que cabe concluir es que Albert Einstein tenía mucha razón cuando afirmó: “Pocas personas son capaces de expresar con ecuanimidad opiniones que difieren de los prejuicios de su entorno social. La mayoría de las personas son hasta incapaces de formar tales opiniones.” Escuchando a unos y a otros, salvo excepciones, queda de manifiesto lo difícil que resulta desprenderse del discurso dominante en cada uno de los entornos de quienes se pronuncian. Hay quienes lo logran en mayor o menor medida, pero la mayoría de las intervenciones tienden a responder fielmente a patrones preconfigurados. Con variaciones en el tono o el énfasis empleado, las matrices de los argumentarios son perfectamente reconocibles. Quienes se salen del guion, ofreciendo una opinión propia disonante con la de su medio, están en franca minoría. No es de extrañar que se les acostumbre a calificar de versos sueltos.
Tan asentada está la tendencia a reaccionar conforme lo que dicta el entorno que, habrá que pensar, como dice Einstein, que la mayoría son incapaces de formar opiniones divergentes, no digamos ecuánimes. En lo tocante a los ganadores y perdedores lo más común y frecuente es que se ciñan a una suerte de consigna infantil que recuerda aquello que decíamos de niños; «he aprobado y me han suspendido». Raros son los que no atribuyen únicamente a sus méritos haber logrado más votos. Hallar quien reconozca que otros factores pudieron influir es más que inusual. Y lo mismo sucede entre los perdedores; en sus reacciones la capacidad de autocrítica escasea tanto como abundan las culpas ajenas.
Pero si buscar la ecuanimidad entre los protagonistas de la contienda electoral es afán para optimistas, no digamos hacerlo en el territorio de quienes se jactan de ser independientes. Entre tanto comentarista, analista y periodista, tener la fortuna de escuchar voces animadas por la imparcialidad es crecientemente improbable. Sigue habiéndolos, aunque cada vez más aislados, pero no hace falta ser muy perspicaz para comprobar que la mayoría tiende a servir a una causa. Que lo hagan por compartir ideas con uno u otro partido o ideología no es en sí mismo malo, siempre que no lo traten de ocultar. Lo pernicioso es que la parcialidad los lleva a mimetizarse tanto con la causa que, ya es usual, que sus opiniones respondan en contenido y forma al argumentario marcado por los abanderados de la misma. Se habla mucho de que vivimos en sociedades crecientemente polarizadas y así es. También se esgrimen muchas recetas para paliar tan peligrosa deriva. No obstante, visto que la sintomatología no hace sino agravarse, algo debe estar fallando. Y, entre tantas posibles causas, no menor es la promoción de la evanescencia de la ecuanimidad. Si ya de por sí ser ecuánime resulta difícil, en vez de exaltar la virtud y el valor de la imparcialidad, instando actitudes equilibradas, críticas y reflexivas, ha triunfado uno de sus principales escollos; el apego a una torcida idea de lealtad. Frente a quienes creemos que nada hay más leal que decir lo que se piensa, no lo que se quiera escuchar, hoy prima la adhesión al mando; la lealtad no cuestionada. Así que, mucho me temo, que habrá que redoblar esfuerzos en la búsqueda de ecuanimidad.
