La razón de Estado nunca debiera ser motivo para que una sociedad tolere ser ofendida; las concesiones, por mucho que se banalicen, acaban resultando muy caras.
La reciente visita a España del presidente de Colombia, Gustavo Petro, ha sido toda una lección de cómo las autoridades de un país mínimamente digno no deben comportarse. Dejando a un lado, que ya es mucho dejar, sus siniestros antecedentes y la torcida ideología que inspira su política, lo que hoy suscita mi reflexión es el trato que se le ha dispensado tras ofender intencionada y reiteradamente a los españoles.
Que el señor Petro, por llamarle algo, tenga la opinión que le parezca acerca de la historia de España es asunto suyo, así como la ignorancia que muestra al verbalizarla, tanto como responsabilidad es de los colombianos tenerle como presidente. Pero que agravie deliberadamente a quien va a ser su anfitrión no es de recibo. Porque sus declaraciones sobre el “yugo español”, horas antes del viaje, no fueron un lapsus. Por si algún ingenuo lo dudaba, lo confirmó al reiterarlas durante la rueda de prensa que ofreció junto al presidente Sánchez. Su intención era clara; no dudó en aprovechar la ocasión de alimentar las bajas pasiones de sus afines, largando una patética proclama hispano-fóbica progresista, a costa de permitirse denigrar a los españoles que, amén de recibirle en su casa, pagaron la factura de su estancia, festejos y homenajes.
No obstante, si el comportamiento del presidente colombiano fue insultante o, mejor dicho, el que cabría esperar de semejante sujeto, más ofensiva ha resultado la reacción de la inmensa mayoría de nuestros mandatarios. Los que no le han excusado se han puesto de perfil justificando el trato otorgado a tipo tan impresentable por tratarse de una visita de Estado. Pretendiendo disimular sus vergüenzas alegaban que no era a él, a Petro, a quien se aplaudía y homenajeaba sino al pueblo de Colombia.
Envolver en banderas desafueros es tan peligroso como esgrimir la razón de Estado para justificar un acto, porque lo que tal motivo conlleva es eximir, a quien lo alega, de respetar los límites de la ética en aras de un supuesto bien mayor. Eso sí, quien decide que el bien es mayor que el mal evitado es el mismo que tira de razón de Estado y se envuelve en banderas. De ahí que cada vez que un político emplea estos argumentos hay que echarse a temblar. En el caso que nos ocupa a no pocos lo que nos ha provocado es un amargo sentimiento de rechazo y vergüenza.
No se trata tanto de sentirse humillado, que también, sino de contemplar una vez más cómo, ciertos “intereses superiores”, que a poco se rasquen suelen apestar a dinero, priman sobre principios y valores tantas veces aireados como pilares de la sociedad por los mismos que los mancillan a la primera de cambio. Tener que soportar tanta hipocresía disfrazada de razón de Estado no sólo resulta estomagante. Además, banalizar, cuando no blanquear conductas impresentables, rindiendo honores, entregando medallas y llaves de oro o aplaudiendo efusivamente, conlleva graves peajes; devalúa todas las distinciones, da el peor de los ejemplos a los ciudadanos y alienta a personajes indeseables.
Menos mal que, cuando menos, tanto escarnio sirve para retratar a quienes tienen un sentido muy laxo de la dignidad. Así que, procurando sacar algún provecho de las lecciones de indignidad que nuestras autoridades nos han impartido, espero tengan valor pedagógico y ayuden a confiar en aquello que dijo el maestro don Quijote: “Siempre deja la ventura una puerta abierta en las desdichas, para dar remedio a ellas.”
