Hay miradas que quedan grabadas en el recuerdo o inmortalizadas por el arte, otras permanecen vivas en el alma; la de la Dolorosa regresa cada Semana Santa.
Sucedió hace unos años, durante mi último viaje a Israel en el que tuve la fortuna de visitar de nuevo Jerusalén acompañado de un guía. Cuando llegamos a la Basílica del Santo Sepulcro el guía, tras una breve explicación, indicó que esperaría en la puerta. Al terminar salí fuera y no le encontré. Pensando que igual estaba en el interior, volví a entrar. Le vi en una esquina, a la izquierda de la puerta. Miraba absorto de frente, hacia el Calvario, o, mejor dicho, hacia la plataforma elevada que cubre lo que queda del Gólgota a la que se asciende por una escalera.
Sobre la plataforma hay dos capillas. La meridional, de los latinos, es el altar de la crucifixión donde un mosaico recuerda el momento en el que Jesús es clavado en la cruz y la otra, situada sobre la roca que sobresale, es la de los ortodoxos como indica el iconostasio en el que se ve a Jesús y, a su lado, a su Madre y al apóstol San Juan. Entre ambas capillas hay un altar latino dedicado a la Dolorosa dominado por una estatua de la Virgen traspasada por una espada rememorando la profecía que le hizo Simeón a María; “a ti misma una espada te traspasará el alma” (Lc 2:34-35).
Al acercarme al guía me giré y comprobé que su mirada se dirigía al altar de la Dolorosa. ̶ Siempre que vengo aquí me quedo un rato mirándola ̶ me dijo. ̶ La verdad es que es una escena conmovedora ̶ comenté. ̶ Más bien enternecedora ̶ respondió. ̶ Su mirada me recuerda a mi madre ̶ añadió. En ese momento llegaron unos compañeros y acabó la conversación.
No tengo la certeza de que el guía fuese judío ortodoxo aunque, por algún comentario suyo es lo más verosímil, pero lo que sí es cierto es que sus palabras me dieron que pensar. Aquello de que la mirada de la Dolorosa le evocase a su madre me había llamado poderosamente la atención. Fuese o no judío, creyente o descreído, lo que me sorprendió es cómo aquel guía había expresado, de manera tan sencilla y tan bien, el sentimiento que nos inspira a los católicos la Virgen María; nuestra Madre. Porque esa mirada de la Dolorosa, marcada por el dolor y el sufrimiento, no sólo encierra el papel crucial de la Virgen en aquel momento de la vida de Jesús, sino en el de toda la historia de la salvación trascendiendo a la de cada uno de nosotros.
Siempre junto a su hijo, siendo la primera en compartir su dolor salvífico, su papel no acaba en el misterio de la encarnación. Como verdadera madre acompaña a su hijo desde la infancia hasta su madurez, muerte y resurrección. Así, su fidelidad a Dios la convierte en refugio seguro, ejemplo y fuente de inspiración para todos los seguidores de Cristo. Desde los primeros apóstoles, asustados tras la crucifixión, pasando por los cristianos perseguidos de todos los tiempos, hasta todas las generaciones de fieles de la Iglesia, la Virgen nunca ha dejado de ofrecer su consuelo, esperanza y ayuda a sus hijos.
Sin menoscabo de nuestra edad o condición, la Virgen María siempre está ahí, dispuesta a compartir todas las pruebas a las que somos sometidos a lo largo de la vida. Sólo basta dejarse querer por ella para encontrar en su mirada de Madre la ternura que nuestro guía veía en las profundidades del sufrimiento de la Dolorosa.

Muy bonito texto. Gracias Javier.
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Me alegro. Muchas gracias por leerme José Carlos. Abrao
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Me alegro. Muchas gracias por leerme José Carlos. Abrazo
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Así es Javier.
Feliz domingo de Resurrección mañana. Un abzo.
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Muchas gracias Paz. Abrazo
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