El mercado del demérito

Todo aquello cuyo valor se sustenta en resaltar la falta de mérito ajeno es digno de sospecha y debiera ser motivo de repudio.

Hay un oscuro árbol de la conducta que siempre existió, pero viendo cómo algunas de sus ramas más retorcidas se han multiplicado se conoce que el clima social vigente le es propicio. Conductas execrables, como excusarse uno mismo echándo culpas fuera, señalar a otros para diluir verguenzas propias o buscar ventaja desprestigiando al oponente o competidor, hoy se dan en demasía. La vida social, los negocios o la política ofrecen múltiples ejemplos. Tanto que parece haberse desarrollado un mercado, amplificado por los medios de comunicación, donde lo que cotiza es el demérito ajeno.

“Acusar a los demás de los infortunios propios es un signo de falta de educación. Acusarse a uno mismo demuestra que la educación ha comenzado.” En mi infancia la enseñanza que encierra este aforismo, atribuido al filósofo Epicteto, se inculcaba a los niños. Hoy habría que impartirla a doquier. Entonces, echar la culpa al prójimo de nuestras desgracias estaba mal visto. Era actitud inaceptable por alentar la irresponsabilidad y devenir en comportamientos de creciente bajeza. Albert Camus, en su novela La Caída, describe con precisión esta deriva: “Todos insisten en su inocencia, a toda costa, aun si ello supone acusar al resto de la raza humana y aun al cielo.”

Toda la vida han existido amigos de la auto excusa que empiezan por echar la culpa al tiempo y acaban por señalar a quien sea menester, pero antes la censura y el repudio era mayor. Si eludir culpas atribuyéndolas a la mala suerte se tachaba de patético,  endosárselas a otro no tenía perdón. Tachado de acusica, lo peor entre compañeros, el rechazo era tan contundente que se aprendía la lección y los escasos reincidentes, que los había, acababan siendo excluidos del grupo. Hoy se les tolera.

Habrá quien diga que si se es inocente acusar al culpable es justo y razonable. Cierto, pero conviene ser prudentes; para eso está el beneficio de la duda. Porque entre la denuncia y el chivatazo hay una delgada línea roja, la intención, que es la que distingue  un acto legítimo y cívico de otro innoble y cobarde. Mientras quien denuncia con fundamento un ilícito busca justicia, el chivato sólo persigue el interés propio ya sea para protegerse o beneficiarse del daño causado a otro.

Acusicas y chivatos siempre hubo, pero el clima de delación, señalamiento y estigmatización se está haciendo irrespirable y la sociedad de la información, que tantas ventajas aporta, ha permitido magnificar el fenómeno hasta límites insospechados. La llamada “cultura de la cancelación” es claro exponente. A través de las redes sociales se llega a retirar el apoyo  o “cancelar” a personas o empresas. Algunos le ven aspectos positivos cuando se trata de castigar conductas ofensivas, pero lo cierto es que se parece más a un linchamiento virtual incompatible con un concepto civilizado de justicia.  

En esta línea de desprestigio, pero aplicado al mundo de los negocios, hallamos otra torcida rama que ha crecido con notable vigor. Lo llaman marketing agresivo y consiste en mejorar la posición de un producto desacreditando al competidor en vez de subrayando los méritos propios. Basándose generalmente en información intencionadamente sesgada, señalar un producto como malo para la salud, el medio ambiente, la infancia o la igualdad de género se ha convertido en una práctica al uso para ganar cuotas de mercado. Una fórmula tóxica cargada de componentes subliminales, culturales e ideológicos, que se encargan de difundir los medios afines según el caso.  Algunos la aplican descaradamente, otros, no pocos, aprovechan que esté de moda criticar algo o sea políticamente correcto para arrimarse a la corriente del descrédito si les beneficia.

Evidentemente no es posible dejar de mencionar en este malsano mercado del demérito el ámbito político. Campo en el que, con la entusiasta colaboración de los medios de comunicación, se desarrollan, con extraordinario pujanza, todas las torcidas ramas citadas. Como diría Epicteto, el día que la norma sea ver a los políticos acusarse  a sí mismos de sus errores, no digamos pedir perdón y actuar en consecuencia, podremos decir que la educación ha comenzado en la política.

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