Lejos de facilitar que vuelen solas, a fuerza de excluir y borrar, pretende reducirlas a la condición de seres vulnerables manipulables.
Comenzaron por excluir verdades, elaborando un relato a su medida. Cuando el discurso feminista de sus mayores les quedó corto para sus planes, renegaron de él y lo desterraron. Ahondando en su irracional guion, en el que todas las mujeres eran, per se, buenas y desvalidas y los hombres, por naturaleza, malos y opresores, excluyeron a estos y, al poco, a esas feministas trasnochadas que pretendían la igualdad con seres tan degradados.
¡Qué igualdad! Había que cortar por lo sano. El problema no son las desigualdades entre hombres y mujeres, es la existencia de sexos; esa losa cultural heteropatriarcal que hace de las reivindicaciones de igualdad entre ellos una trampa obsoleta para mantener el statu quo dominante y opresor. Llegó la modernidad, el tiempo de cambiar sexo por género y de poder elegir cada cual el que sienta en cada momento, y si para ello hay que borrar a las mujeres, se las borra. Así difuminadas serán una más de las identidades de género asimiladas a otras identidades vulnerables como ellas, necesitadas de protección. Y para protegerlas, enseñándolas lo mucho que ignoran de su desdichada identidad y ayudarlas, dotándolas de muletas a cambio de sumisión, está el nuevo feminismo, el auténtico feminismo progresista.
Inmersos en este disparatado proceso, llega el 8M y una de las lideresas de tan rentable negocio, la ministra de Igualdad, Irene Montero, protagonizándo un rifirrafe con varias jóvenes, le pone voz al guión. Al ser preguntada ¿qué es una mujer?, responde maquinalmente; «tener más riesgo de sufrir violencia y mayor riesgo de sufrir pobreza». ¡Sin comentarios! Tan grave caso de alienación los hace estériles.
Oída la respuesta y vista la deriva que ha llevado a definir a una mujer como un ser desvalido, me vino a la memoria la anónima “Fábula del Aguilucho”. Aquí la dejo.
Un granjero encontró un aguilucho malherido. Se lo llevó a casa, lo curó y lo puso en el corral, donde aprendió a comer la misma comida que los pollos y a comportarse como éstos. Un día, un naturalista que pasaba por allí le preguntó: —¿Por qué esta águila, la reina de todas las aves, permanece encerrada en el corral con los pollos? —La encontré malherida— contestó el granjero, y como le he dado la misma comida que a los pollos y le he enseñado a ser como un pollo, no ha aprendido a volar. Se comporta como los pollos, ya no es un águila.
—Bello gesto— dijo el naturalista. —Haberla acogido y cuidado ha estado bien, pero tiene corazón de águila y seguro que podrá aprender a volar. —No te entiendo— respondió el granjero—. Si quisiese volar, lo hubiese hecho. —No, — añadió el naturalista, al tratarla como a un pollo no le diste la oportunidad. ¿Y si le enseñamos a volar como las águilas? —No insistas— respondió el granjero. Mira, se comporta como los pollos ya no es un águila, qué le vamos a hacer.
Tras una pausa el naturalista dijo: —Es verdad, se comporta como los pollos, pero creo que te fijas demasiado en sus dificultades para volar. ¿Qué te parece si nos fijamos ahora en su corazón de águila y en sus posibilidades de volar? —Tengo mis dudas— afirmó el granjero, —porque, ¿qué es lo que cambia? El naturalista le contestó: —Pensando sólo en dificultades es más probable que nos conformemos con su comportamiento actual. ¿No crees que pensar en sus posibilidades invita a darle oportunidades y probar si pueden hacerse realidad.? —Es posible —reconoció el granjero—.
Animado, el naturalista, al día siguiente sacó al aguilucho del corral, lo cogió en brazos y lo llevó hasta una loma cercana. Allí le dijo: —Eres una águila, perteneces al cielo, no a la tierra. Abre tus alas y vuela. Puedes hacerlo. El aguilucho, confuso, viendo a lo lejos a los pollos comiendo, se fue dando saltos a reunirse con ellos. Sin desanimarse, el naturalista lo intentó de nuevo animándole a volar, pero el aguilucho, acobardado, volvió al corral. A la tercera, el naturalista llevó al aguilucho a una elevada montaña. Una vez allí, le animó diciendo: —Eres un águila, abre las alas y vuela. El aguilucho miró fijamente a los ojos del naturalista. Éste, le habló en voz baja. —Es normal que tengas miedo. Pero verás cómo vale la pena intentarlo. Podrás recorrer distancias enormes, jugar con el viento y conocer otros corazones de águila. El aguilucho miró alrededor, abajo, hacia el corral, y arriba, hacia el cielo. Entonces el naturalista lo levantó hacia el sol y lo acarició suavemente. El aguilucho abrió lentamente las alas y, finalmente, con un grito triunfante, voló alejándose en el cielo. Había recuperado las posibilidades que le ofrecía ser águila, era libre, ya no dependía del pienso de su protector.
