Lamentables resultan quienes aplauden un despropósito proclamado con pretendida autoridad, especialmente si versa sobre asunto tan delicado como el aborto. Eso pensé hace unos días al ver cómo los diputados de los partidos del gobierno y sus aliados, puestos en pie, palmeaban la necia amonestación que, en tono imperativo, había espetado el portavoz del Grupo socialista sobre materia tan compleja y trascendente.
Sin el más mínimo rubor, henchido de sinrazón, cargado de demagogia, el Sr. López pretendió lanzar un aviso a navegantes afirmando: “Y vamos a ver si se enteran de una vez; no hay ni gobierno, ni estado, ni dios que pueda decidir sobre el cuerpo y la vida de las mujeres. Solo ellas. Porque cada una es soberana de sí misma.» Sus partidarios respondieron con una sonora ovación. Igual alguno se sonrojó en silencio.
Habrá quien piense que el asunto no merece mayor atención que cualquier exceso mitinero. Pero estando en juego la vida, no cabe pasar por alto ni la pretendida lección ni mucho menos la entusiasta reacción con la que fue acogida. Por miles de veces que una mentira sea repetida, jamás se convertirá en verdad y por muchos que sean sus ardientes defensores cabe acostumbrarse a ella. Es el caso del mantra del derecho a decidir que, tan burdamente, expuso el portavoz socialista y tan gran aclamación provocó. La escena del Congreso recordaba el cuento de Andersen El traje nuevo del emperador. Para concluir que argumento tan manido es una verdad falsa y ficticia no se precisa recurrir a razones morales, éticas o jurídicas, basta la mirada de un niño para constatar que no se corresponde con la realidad.
Que a juicio del Sr. López no haya dioses que puedan decidir sobre el cuerpo y la vida de las mujeres puede tener un pase, pues cada cual es libre de creer o no en divinidades. Pero afirmar solemnemente que no hay ni gobierno ni estado que pueda hacerlo, es tomar al auditorio por un atajo de imbéciles. La realidad es justo la contraria; no hay gobierno ni estado en el mundo que no deje de decidir sobre lo que pueden o no hacer mujeres y hombres con sus cuerpos y sus vidas. Y si alguien debiera saberlo son quienes aplaudían, sí ellos, los mismos que no pierden ocasión de dictar lo que podemos o no podemos hacer con nuestros, cuerpos, ideas y vidas.
Por no ofender al lector con ejemplos obvios, me ceñiré a la legislación vigente en España sobre el aborto que tanto el portavoz como sus palmeros defienden con ardor. ¿Acaso las condiciones que fija no son toda una intromisión en la proclamada independencia femenina? ¿No está su derecho a decidir sujeto a plazos? Lo mismo aplica a esa otra falacia de la soberanía de la mujer respecto de su cuerpo. Vista la ley ¿hasta cuándo es el embrión parte del cuerpo de la mujer? ¿Sólo las primeras catorce semanas del embarazo en que el aborto es libre? ¿Luego deja de serlo? Y si la mujer es soberana de su cuerpo y de su vida ¿por qué muchos de los que se aferran al derecho a decidir se oponen a la prostitución, los vientres de alquiler o la venta voluntaria de órganos?
Ciertamente la aclamada perorata es un monumento a la incoherencia y todo un insulto a la inteligencia. De ahí que suscite asombro tanto entusiasmo. Seguramente entre los que aplaudieron habría de todo. Unos lo harían por compartir ciegamente el falso mantra, otros porque las verdades ficticias no les repugnan si convienen y algunos, quiero pensar que conscientes de la necedad, por no significarse. Pero visto el tono que ha cobrado la política me atrevería a decir que tan sonoro entusiasmo obedeció más al arrebato de gozo colectivo que, entre tantos fieles partidistas, provoca creer que se ha zaherido al oponente. Que el medio sea un despropósito es lo de menos; lo importante es apuntarse un tanto. Sí, así son de patéticos tantos aplausos en política. Lo dramático son las consecuencias.
