Descambiando cómo compramos

Partieron los Reyes. Sin tregua, ¡qué frenesí!, arranca la cuesta de enero entre deudas, subidas de precios, reclamos de rebajas y esa tentadora voz que dice: ¡Vamos, todos a descambiar!

Nada tengo en contra de aquello que antaño era deshacer un trueque llamado destrocar. ¿Quién no ha destrocado alguna vez? Cosa distinta es cuando una práctica ocasional se convierte en estrategia mercantil para estimular el consumismo, como así ha sucedido con lo que coloquialmente se dice descambiar. Palabra que, contra lo que algunos piensan, ni es incorrecta, ni vulgar; además de habitar de antiguo en el diccionario, ser coloquial no la hace ramplona. A mí, además de hacerme gracia me interesa, pues su trastienda es mayor de lo que parece.

Dicen los expertos que los picos de «descambios» se dan tras campañas de rebajas o Navidad y mucho más en compras por internet que en tienda física. Lo atribuyen en gran medida a que, tanto las campañas como el comercio electrónico, incitan a comprar por impulso. No sé si la impetuosidad es factor determinante ni en qué medida se incentiva para vender más y más aprisa. Supongo que de todo habrá, pero hoy mi interés está más en las consecuencias, que también son muchas y variadas, entre las cuales unas me suscitan rechazo y otras interrogantes. 

Comenzando por el rechazo aclararé que, habiendo otros motivos, uno que me irrita particularmente obedece más a razones sentimentales que materiales, centrándose en un descambiar concreto; el que concierne a los regalos. Dicho claramente, si algo me disgusta de la moda de descambiar es lo que su mejor aliado, el utilitarista “ticket regalo” entraña e induce. Dirán que tiene muchas ventajas, pero su nefasta influencia en rito tan valorado como el de regalar lo hace para mí odioso.

Si descambiar es formula razonable para enmendar un equívoco, deja de serlo cuando propicia convertir en trámite consumista lo que debiera ser una decisión preñada de sentimiento. Porque, cuando a un regalo se le desprovee del ánima personal que lo inspira, se desnaturaliza, pierde su encanto, rebajando el obsequio a mera mercancía intercambiable adquirida para cumplir una formalidad. Si el regalo realmente lo es, si ha sido escogido con el interés que merece la persona regalada, descambiarlo es hacer un feo, y facilitarlo, añadiendo el dichoso “ticket regalo” es eludir el compromiso de procurar acertar diciendo; «ahí tienes eso, si no te gusta lo puedes descambiar». Para ese viaje mejor dar dinero, fría práctica, por cierto cada vez más frecuente, que es otra manera de acabar con la gracia del regalo.

Sentimientos aparte, una curiosidad que me suscita esto del descambiar es en qué medida  y cómo influye en la economía. Intuyo que, dada su expansión, su peso no debe ser menor como tampoco sus réditos. De lo contrario no se estimularía con reclamos tan amigables como “facilitamos la experiencia de compra y devolución a nuestros clientes”. Pero a la par supongo que conlleva costes. Unos se socializan como los ambientales, otros no tanto y algunos pasan más desapercibidos.

Que el auge de lo compro, lo pruebo y lo devuelvo genera más movilidad, contaminación, residuos y otros impactos ambientales que todos soportamos es una obviedad. Tanto como que, debido al constante aumento de las devoluciones, a muchas empresas ya no les salen las cuentas, como evidencia el que no pocas hayan comenzado a cobrar por ellas. Como siempre, primero se propicia un hábito vendiéndolo como servicio gratuito al consumidor y una vez consolidado éste se le hace pasar por caja. Pero lo que ya está menos claro es cuanto repercute en el precio de los productos la fiebre de descambiar. Me temo que la cuantía no es depreciable y que el incremento llegó para quedarse.

Visto lo visto, por muy simpática que me caiga la palabra descambiar y las bondades de sus encantos, por el bien de todos se la debería tener menos afición siendo deseable ir descambiando la manera de comprar.

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