Cosas que pasan

 De cómo las luces no dan la felicidad, sólo iluminan la que nace de adentro.

Salió más tarde de lo habitual. «En diciembre el trabajo en la oficina se acumula y todo son prisas.» Eso iba rumiando cuando al acercarse a la avenida se percató de la iluminación de Navidad. «La habrán encendido hoy mismo», pensó.

Lo que no recordaba era si se trataba de la misma decoración del pasado año. Aunque la verdad es que poco le importaba porque las luces y los adornos navideños ya no le hacían sentir nada especial, más bien lo contrario; le resultaban algo cansinos.

Mientras caminaba no podía dejar de darle vueltas: «¡Qué obsesión con que todos tenemos que estar contentos estos días!» «Si no te muestras feliz parece que eres un aguafiestas.»

Levantó la vista, miró fijamente las luces y no sintió nada. «¿Será que me estoy amargando, que apenas soy capaz de sentirme alegre?» «No, no lo creo», se dijo a sí mismo: «Sencillamente es que esto del regocijo navideño es cosa de niños.»

De pronto una voz le sobresaltó. A su lado una mujer le decía algo que no lograba entender. La joven, de pelo lacio y ojos llorosos insistió —¡Por favor ayúdeme! —Sorprendido, le pregunto: —¿Qué le pasa?

—Ella, agarrando con una mano a una crío que miraba al suelo y con la otra aferrada a una bolsa, con voz quebrada respondió: ¡Se me ha perdido!

—¿Qué, qué se le ha perdido?—replicó él bajando la mirada para verla mejor. 

—Mi dinero, ¡todo el dinero que tenía para cenar!

—¿Y eso?—¿Cómo ha sido?, —inquirió él. —¿Le han robado?

—No, no señor -respondió ella cada vez más nerviosa  tirando del niño. —Lo llevaba en el bolsillo y al sacar el pañuelo se ve que se cayó.  —¡Diez euros señor, todo lo que tenía!

Confuso, sin pensárselo dos veces, echo mano de la cartera, sacó un billete de veinte euros y se lo dio a la mujer diciéndole: —Tome y tranquilicese.

—¡Gracias, mil gracias señor, que Dios le bendiga, —exclamó la joven a la par que agarrando el billete se alejaba.

Quieto, mirando al frente, al verla marchar perdiéndose entre las luces con la criatura en brazos sintió algo especial.

Al llegar a casa, durante la cena contó lo que le había pasado. Su hijo mayor, con tono jocoso, le espetó: —Me parece que eres un poco pringao papá.

—Sí, añadió su mujer, —tiene toda la pinta de que te han timado.

—Pues no te digo que no, —contestó él esbozándo una sonrisa. —Igual hasta lo he soñado.

Los días siguientes recorrió las mismas calles por si volvía a ver a la mujer, pero no la encontró. Pasadas un par de semanas, lo sucedido ya casi olvidado, habiendo oído que por fin anunciaban lluvia, cogió del armario la vieja gabardina que llevaba meses sin usar y, al meterse las llaves en el bolsillo, notó que había algo. Al sacarlo vio que era un billete arrugado de veinte euros.

No dijo nada a nadie. Había vuelto a sentir la cálida sensación de aquella noche. «Será eso que llaman felicidad» pensó. Y, desde aquel día, cada vez que veía las luces de Navidad, algo especial y agradable se le encendía en el corazón.

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