En sociedades en las que el afán regulatorio no parece tener límites, aunque sea arduo y expuesto sólo discerniendo en libertad se evita acabar siendo esclavo de la ley.
Que vivimos inmersos en un denso, complejo y enmarañado entramado normativo no es una mera sensación. Las datos lo avalan; sólo en el año 2021 se aprobaron más de 3.300 normas europeas, nacionales y autonómicas que, de una u otra manera, rigen nuestras vidas sin contar con la nutrida aportación de las administraciones locales. Pero siendo cifra tan abultada digna de atención, aún tiene mayor interés otra sensación que podemos contrastar cási a diario; la clara y acelerada tendencia a regular todos los ámbitos de la vida, sean públicos o privados.
No cabe duda de que el estado de derecho requiera de un sólido, detallado y riguroso marco jurídico, pero de ahí a aprovechar el imperio de la ley para que las autoridades se inmiscuyan sin límites en los más diversos ámbitos de la actividad humana dista mucho. Raya un abismo cuya linde es tan intangible como peligrosa de sobrepasar. Máxime si, como sucede, el poder tiende a instrumentar la descomunal maquinaria normativa para moldearnos ideológicamente e imponer modelos de conducta afines a sus intereses.
En este contexto, para no acabar siendo seres domesticados sometidos al dictado del poder de turno, cobra todo su valor el discernimiento. Aprender a tener juicio propio y saber distinguir el bien del mal conforme el parecer de nuestras conciencias es el mejor antídoto contra el adoctrinamiento. Pero además de saber, para poder elegir y decidir sin que suponga un ejercicio arduo y expuesto, es conveniente que se den las condiciones de libertad que lo permitan. De ahí que resulte crucial evitar que el ansia regulatoria y controladora achique los espacios de libertad individual. Cosa distinta es que se logre impedirlo, al menos en grado suficiente para que ser libre no torne en mero anhelo o lujo reservado a una minoría.
Siendo seña de identidad de sociedades libres estar dotadas de mecanismos públicos y privados para imposibilitar que las leyes crucen determinadas fronteras, visto el panorama algo importante debe estar fallando. Que habitamos en un entorno crecientemente intervenido es una evidencia. Tanto como que se han ido cediendo cada vez más espacios de libertad a estados paternalistas a cambio de supuestos escudos sociales que dicen garantizarnos bienestar y seguridad. Promesas tan falsas como la intención que las anima que, además de incumplirse sistemáticamente, costarnos la hijuela y cargar de deudas a nuestros descendientes, tienen un efecto aún más perverso; restringir paulativamente nuestra autonomía y capacidad efectiva de discernimiento poniendo en riesgo las esencias de proyectos vitales personales.
Aunque se habla muy insuficientemente de ello, en el opresivo e ideologizado marco regulatorio en el que nos desenvolvemos cada día es mayor el número de personas que se encuentran con serias dificultades para vivir coherentemente sus ideales y creencias. Hacer efectivo el resultado del discernimiento encuentra tantas barreras y peajes que enjuiciar moralmente la realidad y los actos, distinguiendo el bien del mal, es decir, actuar conforme la conciencia de uno, se está convirtiendo en muchos ámbitos en una tarea cuasi heróica. Pero aun con todo si en algo apreciamos nuestra libertad no cabe ceder ni amilanarse porque nos jugamos mucho.
Por poner el caso tan extendido de los creyentes, discernir cobra sentido cuando se orienta a la Verdad y por lo tanto no sólo implica distinguir el bien del mal, sino elegir el bien que se corresponde con la voluntad de Dios en lo concreto de la existencia personal. Así pues, someterse a la ley acatando todas sus prescripciones como fuente de verdad, sin discernir si son o no contrarias a la fe es craso error que esclaviza y aleja del gozo de la libertad plena que sólo el Espíritu puede colmar. Tomar conciencia de ello y optar por discernir a pesar de las dificultades resulta vital como nos recuerda aquella pregunta formulada por el apóstol san Pablo en su carta a los Gálatas 3, 1-5: ¿Recibisteis el Espíritu por observar la ley o por haber respondido a la fe?
