Fidelidad

Alguien dijo que la fidelidad es de todas las virtudes la menos constante. Quizás se deba a que nos cuesta mucho ser fieles a nosotros mismos en lo sencillo del día a día.

Tras mucho tiempo me rencontré con la palabra parresía; término griego que significa decirlo todo, sin reservas y que implica un compromiso radical con lo que se dice. Fue leyendo un comentario sobre las graves adversidades que padeció el profeta Jeremías por permanecer fiel al encargo que Dios le había encomendado a favor de su pueblo. Gracias a gozar del don de la parresía, explicaba el texto, pudo Jeremías mantener su fidelidad soportando con inquebrantable entereza los duros castigos impuestos por los reyes de Judea cuyas políticas y paganismo desafiaba, instándoles a arrepentirse y retomar la alianza con Yavhé.

Aquello de la necesidad de un don para practicar una virtud como la fidelidad me dio que pensar. ¿No sería al revés; que por ser fiel Jeremías podía hablar francamente, expresar valientemente no tanto su verdad sino su compromiso con dicha verdad? Visto así la fidelidad, más que una consecuencia resulta ser una fuerza, un poder o potestad de obrar capaz de producir efectos, en suma, lo que cabría entender como una virtud. Porque, al fin y a la postre, ser fiel es tener la fortaleza, la entereza y el coraje de, llegado el momento, cumplir un compromiso adquirido en el pasado cuando las circunstancias podían ser bien distintas.

Desde esta perspectiva no es de extrañar que, en ocasiones, resulte tan difícil ser fiel, particularmente cuando se trata de guardar promesas relevantes que nos ponen a prueba. Porque la fidelidad que se precisa, la fuerza requerida para hacer frente a lo prometido, no aflora espontáneamente cuando la ocasión lo demanda. Dicha fuerza debe haberse ido gestando y consolidando desde el instante mismo en que asumimos el compromiso. Quizás la manifestación más evidente de la fidelidad se produce cuando se lleva a cabo lo comprometido, pero realmente nace cuando decidimos libremente aceptar la opción escogida y madura, adquiriendo todo su poder, a medida que somos capaces de conservarla durante el tiempo preciso.

Consecuentemente, para ser fieles, debemos estar dispuestos a vivir conforme aquello con lo que nos hemos comprometido que es lo que la palabra parresía viene a implicar; vivir lo que se proclama. Como sucede con otras virtudes la fidelidad moldea a las personas. No es posible ser fiel sin adoptar una actitud constante y comprometida  respecto de  los sentimientos, ideas u obligaciones que uno asume. De hecho, aunque se tiende a pensar que la fidelidad consiste básicamente en no traicionar a otras personas, la verdad es que cuando somos infieles los primeros traicionados somos nosotros mismos.

Así entiendo que para ser fieles con los demás habremos de empezar siendo coherentes; lo que decimos, hacemos, sentimos y pensamos debería tener una relación sino especular muy estrecha. No se trata de ser ejemplares, aunque no estaría de más intentarlo, pero sí de mostrar con hechos lo que decimos con las palabras. Ejercitar la coherencia nos hace ser personas de una pieza y ayuda a afrontar los retos que plantea la fidelidad, pero sólo se logra si realmente vivimos cotidianamente los valores chicos y grandes con los que nos hemos comprometido. A la pregunta  ¿soy fiel a la vocación escogida? cabría responder ¿vivo a diario los valores de dicha vocación?

Francisco de Sales, que por algo es santo y doctor de la Iglesia, lo explicó mucho mejor y más sucintamente: Dios prefiere nuestra fidelidad en las cosas pequeñas que nos encomienda mucho más que el ardor por las grandes que no dependen de nosotros.

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