¡Bendita ingenuidad!

Hay rasgos que la vida va emborronando con tintes que alteran su sentido hasta hacer de su bondad seña de debilidad; la candidez infantil es uno de ellos.

Convivir con niños obliga a ejercitar muchas virtudes, principalmente la paciencia, pero también brinda ocasiones únicas como las que reavivan olvidadas sensaciones de la infancia. Llegó un circo, era chico, sin animales ni pretensiones. Plantó su pequeña carpa en mitad del prado y con algunos carteles, música y canciones pregonó por los alrededores dos funciones. Fue escuchar su reclamo, ver las caras de payasos en los anuncios, y cundir entre los infantes una alegría expectante. Bastó cruzar unas miradas para que el entusiasmo de los niños contagiase a padres y abuelos y saber que al día siguiente teníamos plan.

Como corresponde a circo tan modesto y familiar no había venta anticipada de entradas; únicamente podían adquirirse en taquilla media hora antes de la función. Así que, puntuales, llegamos con tiempo para hacer cola ante la ventanilla de una caravana rebosante de brillantes colores. La corta espera se hacía larga para los pequeños. Apelotonados, sólo abandonaban la férrea guardia de sus puestos para acercarse a mirar por una rendija de la lona. Al regresar, lejos de haberse calmado, gritaban con ansiedad las maravillas que las sombras y la imaginación les habían dejado entrever.

Por fin se abrió la carpa se hizo la luz y pudimos coger asientos en la grada, apenas a dos metros de la pista. Al instante los olores de palomitas y algodón de azúcar se hicieron irresistibles y no quedó otra que tomar una importante decisión. Tras meditarlo bien, observando fijamente las dos ofertas del minúsculo quiosco, optaron por cucuruchos de palomitas. Se apagaron las luces, sonó un tambor, un foco iluminó la pista y una voz anunció el comienzo de la función.

Durante hora y media los niños apenas se movieron. Fascinados por equilibristas, payasos, magos y malabaristas, sólo salían de su asombro para reír, gritar, cantar y aplaudir. Verles disfrutar, sus ojos brillando, dando rienda suelta a sus emociones no tiene precio. Difícil es que un adulto pueda llegar a vivir lo que aquellos pequeños estaban sintiendo; lo más parecido es poder compartir su entusiasmo. Porque la intensidad del gozo infantil es irrepetible. Brota de una entrega plena, sin resquicios para dudas, fruto de una confianza total de la que nace la ingenuidad que con los años se marchita. Basta contemplar la credulidad con la que un niño se extasía ante el truco más evidente de un mago para comprender a qué mundos tan lejanos para un adulto les puede llevar su inocencia.

No creo que con la edad se pierda la candidez. Comparto lo dicho por Dostoyevski: “En la mayor parte de los casos, la gente, hasta la malvada, es mucho más ingenua y cándida de lo que solemos pensar. Y nosotros también.” Verdad es que los avatares de la vida alimentan la desconfianza diluyendo la inocencia, pero no menos cierto es que somos nosotros los que por temor o vergüenza tendemos a ocultar rasgo tan benigno. El miedo a ser blanco fácil de quienes invierten su sentido tachando al candoroso de crédulo, carente de malicia, astucia y sofisticación o falto de experiencia, nos incita a disimular cuando no negar cualidad tan positiva. Porque, contrariamente a lo que muchos piensan, la ingenuidad no es seña de torpeza o debilidad sino de atrevimiento.  

Ser confiado puede acarrear disgustos y desengaños pero no cierra puertas como la suspicacia o el recelo. La inocente candidez afianza la autoestima, alimenta la sensibilidad, incita la curiosidad y alumbra el talento. Lo dejó claro  Albert Einstein: “Si quieres que tus hijos sean inteligentes, léeles cuentos de hadas. Si quieres que sean más inteligentes, léeles más cuentos de hadas.” ¡Bendita ingenuidad!

Deja un comentario