Que en tiempos tan secularizados proliferen voces de no creyentes reivindicando la idea de Dios, da que pensar; tanto como su pragmática visión de la fe.
Tras siglos de intenso racionalismo ilustrado, la visión de que, destronado Dios y abolida la religión, aflorarían sanas sociedades utópicas basadas en la fe en el ser humano, ha calado hondamente. Pero, a medida que lo que han aflorado han sido los perniciosos efectos sociales de dicha utopía, ha aumentado el número de no creyentes que reclaman fundamentos más sólidos que la mera razón. Ahora bien, que la idea de trascendencia cuya restauración reivindican como solución realmente lo sea, es otra cosa.
Apenas hace tres años Richard Dawkins (1941), uno de los principales referentes mundiales del ateísmo militante, asombró a propios y extraños al declarar que acabar con la religión sería una mala idea para la sociedad. Tras dedicar gran parte de su vida a negar la existencia de Dios y combatir la religión, quien fuera catedrático de Oxford de Difusión de la Ciencia, parece haber concluido que una sociedad secularizada carece de una base sólida para distinguir el bien del mal. La abolición de la religión, declaró al Times, daría a la gente licencia para hacer cosas realmente malas y un mundo sin Dios llevaría al declive moral.
Pero no nos equivoquemos, el autor del “Espejismo de Dios”, libro del culto del ateísmo en el que califica como delirio la fe en un creador sobrenatural, no es un converso. Como el mismo manifiesta, su reivindicación es pragmática; uno no ha de considerar el cristianismo como algo creíble para reconocer que es necesario por razones de orden social. Si el haber dejado de creer en el Dios ante el que habrá que rendir cuentas está llevando a las sociedades a comportamientos dañinos y devastadores, será preciso, explica Dawkins, que dirigentes y ciudadanos vuelvan a sentir que una Autoridad Superior les vigila. De ahí que, según el maestro de ateos, aunque Dios no exista, volver a la fe es la mejor opción para evitar que todo se desmorone.
Planteamientos parecidos, aunque menos antitéticos en apariencia, son frecuentes entre quienes reclaman una suerte de fe utilitarista para afrontar graves lacras sociales como la exacerbación del individualismo, el hedonismo y del consumismo. Son conscientes de que las sociedades en que se desvanece la idea de trascendencia tienden a vivir el presente, persiguiendo lo inmediato e individual. Saben que la pérdida del sentido profundo de la existencia está en la raíz de muchos de los problemas que provocan tanta soledad, ansiedad, incertidumbre y miedo. Por ello, reivindican recuperar una nueva percepción secularizada de la trascendencia
Al igual que los padres que llevan a sus hijos a un colegio religioso sólo por el orden y la disciplina que ofrece, los defensores de este “moderno” sentido de la trascendencia, eluden cuando no rechazan las creencias religiosas, sólo buscan aprovecharse de sus beneficios. Animan a sumarse a una suerte de fe en una humanidad más interconectada y fraternal que lleve a trascender la individualidad ofreciendo como recompensa descubrir que ser útil a la sociedad aporta mucho más que saciar los deseos individuales. Suena bien, sobre todo porque compromete poco.
Aunque Dawkins y otros puedan pensar que sus ideas son novedosas, lo cierto es que querer pescar sin mojarse y despreciando el agua tiene poco de nuevo. De hecho, la enferma sociedad occidental que aspiran a redimir es fruto en gran medida de lo que ahora predican. La falaz pretensión europeísta de haber querido beneficiarse de unos valores considerados muy positivos y europeos, a la par que se denigraba y minaba su raíz, ha propiciado la dilución de estos cuando no su rechazo, provocando la consecuente decadencia. Porque pretender que las gentes aprecien y beban las aguas de una fuente señalada como “manantial con veneno cristiano” es mucho pedir.
Lo que Dawkins y compañía parecen ignorar es que su secularizada idea de trascendencia no puede dar mucho de sí porque se basa en una exigua e interesada creencia hecha a su medida. Desconocen o se niegan a aceptar que los beneficios sociales deseados brotan de raíces más profundas arraigadas en una auténtica fe en Dios y no en un pragmático sucedáneo.
