¡Qué tiempos aquellos! cuando para decir que las cosas te iban de maravilla exclamabas: ¡Me va de cine!
Vaya por delante que no sé nada de la industria cinematográfica, de la distribución de películas ni de la gestión de salas de cine; sólo soy un mero espectador. Así que es probable que, a ojos de experto, mi deseo sea inviable y sólo quede en mero anhelo. Pero al fin y al cabo como el cine tiene mucho de ilusión y las películas, como los libros, me alimentaron la imaginación y el gusanillo de soñar, no creo haya ningún cinéfilo que pueda reprocharme este brote de fantasía.
No son pocas las veces que me ha venido a la cabeza la idea o, mejor dicho, la añoranza mezclada con ilusión, de poder volver a disfrutar de alguna de aquellas películas clásicas en una sala de cine con una atmósfera, sonido y pantalla como Dios manda. El otro día me volvió a suceder viendo con mis nietos un viejo video de Moby Dick (1956). ¡Qué magnífica aventura! Dirigida y protagonizada por dos leyendas: John Huston y Gregory Peck, verla en la televisión es cási una ofensa. Su extraorinaria fotografía, las imágenes del mar embravecido, las escenas de la caza de las ballenas, los primeros planos del arponero Queequeg, las maniobras de la goleta Pequod con sus cornamusas de dientes de cachalote y la lucha desesperada del capitán Ahab contra su obsesión, la gigantesca ballena blanca, pierden gran parte de su fuerza encerradas en la pequeña pantalla. Lo mismo sucede con tantas obras maestras cuyas historias épicas y horizontes lejanos nos trasladaban a lugares insospechados; su grandiosidad desbordante sólo cabe en una pantalla panorámica de Cinemascope y en un ambiente de oscuridad y silencio cási de culto.
Ir al cine no era cualquier cosa, no suponía un pasatiempo más. Y aún menos cuando lo que nos esperaba era poder ver por primera vez una de aquellas superproducciones espectaculares. Da igual que se tratase de seguir los pasos de las legiones romanas, conquistar el oeste, aventurarse en la selva africana, enfrentarse a terribles piratas, compartir el arrojo de héroes de leyenda o navegar por los mares del sur; la emoción estaba asegurada. Las mismas salas, su empaque, y los enormes carteles en sus fachadas presagiaban la entrada en un universo desconocido y fascinante. Una vez dentro, envueltos en esa mezcla de olores tan familiares, ocupados los cientos de butacas de la platea, palcos, anfiteatro y paraíso, cuando las luces se apagaban, las voces tornaban de murmullos a silencio y la pantalla se iluminaba, las gentes se desvanecían mutando a espectadores hipnotizados que, apenas sin pestañear, se dejaban llevar a otros mundos.
No diré que tiempos pasados en todo fueron mejores, pero hay experiencias que ya no se pueden revivir. La televisión, internet, los móviles y tablets que sin duda tienen sus ventajas acabaron con ellas. Y ni las nuevas salas y multicines, con todos sus heroicos intentos de supervivencia, ni las películas que ofrecen son capaces de recuperar aquel maravilloso plan de ir al cine. Cierto que los espectadores y sus preferencias han cambiado, pero estoy seguro de que aún quedan no pocos como yo que quisieran tener la oportunidad de volver a gozarla viendo alguna de aquellas películas clásicas en el ambiente que merecen y poder exclamar ¡estoy de cine! sentado en una butaca de patio.
