Entre tener idea de algo y saber de ello media un abismo. Una distancia que sólo se salva a costa de esfuerzo; cualidad al parecer poco apreciada vista la abundancia de sabios de oídas.
Hay dichos populares que, desprovistos de su irónica intención, pueden dar a entender lo contrario de lo que pretenden con efectos perniciosos; “saber no ocupa lugar” es uno de ellos. Cierto es que, en este caso, la máxima, con sarcasmo incluido, no parece muy acertada. Si la intención es presentar el saber como algo que no estorba, le hace flaco favor reduciéndolo a algo así como un accesorio. Y si lo que la frase quiere expresar es que las personas tienen una capacidad ilimitada para acumular saberes, supone despreciar el tiempo que el aprendizaje requiere. En fin, o no he logrado entender el dicho, cosa posible, o el autor no estuvo muy fino. En cualquier caso, lo que me atrevo a afirmar con rotundidad es que el saber sí ocupa lugar.
Que la abundancia tiene un doble filo es tan verdad como que la escasez agudiza el ingenio. Entraña bondades magníficas para el bien, pero también encierra peligros entre los que destaca su potencial para devaluar aquello que se ve multiplicado. Hoy en día vivimos en la sobreabundancia de fuentes de información. Núnca antes se había dispuesto de tantas vías para acceder al conocimiento y, sin embargo, no parece que semejante oferta haya contribuido a promoverlo en la misma proporción. Al contrario, la facilidad de acceso al conocimiento le ha restado relevancia a la par que ha contribuido a socavar el valor del esfuerzo indispensable para adquirir y acrecentar un auténtico saber. Así, en su lugar, ha proliferado un sucedáneo de conocimiento, generalista, superficial, poco exigente y empobrecedor que, además de explicar la vulgaridad y mediocridad reinantes, mengua la capacidad de tener juicio propio facilitando el aborregamiento.
Si antaño se hablaba de analfabetos funcionales hoy bien podría decirse que proliferan los analfabetos proactivos. Aquellos, sabiendo leer y escribir, se limitaban a no entender lo leído o ser incapaces de expresar sus ideas por escrito. Los proactivos van un paso más allá; verbalizan su ignorancia. Expresan sin rubor ideas prestadas que apenas entienden. Hacen afirmaciones escasa o nulamente fundadas sobre las cuestiones más dispares basándose en retales de información no pocas veces incoherentes. Son capaces de explicar un fenómeno sísmico y seguidamente analizar una sentencia judicial con la misma facilidad que ejercen de virólogos o de expertos en energía. Y similar actitud les lleva a salir del paso en sus tareas, conformándose con cubrir el expediente, sin exigirse excelencia alguna. Porque entre las cualidades del analfabeto proactivo está la de no tener respeto por el conocimiento ni sentir necesidad alguna de esforzarse para adquirirlo; con lo que creen saber les basta.
Lo grave del fenómeno es que ha demostrado tener un notable efecto contagio habiéndose extendido por todos los estratos y sectores. Vista la tibia penalización social que tiene la mediocridad o sentar cátedra sobre lo que no se sabe, y el escaso, por no decir nulo, estímulo y reconocimiento del que goza el esfuerzo por ofrecer y adquirir sólidos conocimientos, no es de extrañar que cada día abunden más los analfabetos proactivos. Salvo honrosas minorías, que por amor propio y respeto al prójimo y al conocimiento ajeno, resisten el contagio, a diario se puede constatar la existencia de una corriente crecientemente caudalosa de desafección al conocimiento. Hace tiempo que inundó los medios y la política y lleva años circulando en el tererno educativo. Hoy, sus aguas grises afloran por doquier contaminando desde la legislación hasta las instituciones a priori menos vulnerables, sin quedar a salvo el sector privado cuya actividad, como cualquier otra, no es ajena a los perjuicios causados por tanto desapego al auténtico conocimiento.
Inmersos en corrientes tan nocivas estamos convirtiendo el saber en un accesorio, en algo que no ocupa lugar, que pudiendo adquiriese en internet sin mayor coste apenas tiene valor. Y no contentos con ello aún se aspira a devaluarlo más sustituyendo en la educación el esfuerzo por el sentimentalismo. Igual es que la ignorancia te hace más sensible. Lo que sin duda asegura es mucha más docilidad y conformismo, si bien es cierto que a cambio de menos autoexigencia, porque el saber, que sí ocupa lugar, requiere mucha dedicación y esfuerzo.
