Populismo a la carta

Hay términos que retratan a quienes los utilizan despectivamente; “populismo” es uno de ellos. En boca de los políticos refleja tanto fariseísmo como arrogancia.

Está de moda y se escucha a doquier. Desde que los partidos mayoritarios comenzaron a ver amenazados sus feudos electorales, sus dirigentes, adláteres y pregoneros iniciaron una contumaz campaña de desprestigio tildando de “populista” a todo aquel que, no siendo de su cuerda, les disputase el voto. Rápidamente fueron adhiriéndose sus seguidores tachando altivamente de populistas a quienes sus líderes señalasen  como peligrosos. Que el uso de mantra tan falaz encuentre en la sociedad tanto seguidismo puede comprenderse dada la cultura bovina imperante, pero que sean los políticos que presumen de serios y rigurosos los promotores de semejante expresión de hipocresía no tiene un pase. Si según la RAE “populismo” se define como “tendencia política que pretende atraerse a las clases populares”, ¿acaso no son todos los partidos populistas? Igual es que captar el voto popular sólo es legítimo y democrático si lo practican unos, siendo odioso populismo si lo hacen otros.

Quizás el hecho de haber recurrido a insulto tan vacuo como incoherente para atacar al adversario haya que buscarlo más allá de esa capacidad propia de tantos políticos de decir una cosa y la contraria en la misma frase. Porque nadie con un mínimo de criterio puede creerse que hacer promesas incumplibles, ofrecer soluciones simples o sin fundamento, faltar a la verdad o alentar miedos en el votante, es decir, practicar todo aquello de lo que se acusa a un populista, es algo ajeno al común de los partidos. Por eso la expansión y reiteración del uso de consigna tan falsa no puede deberse únicamente a la mera hipocresía política; debe tener otras fuentes. Una no menor es ese nocivo sentimiento de superioridad tan arraigado en los llamados partidos mayoritarios y tan asentado entre ciertas capas sociales.

Cuando uno se cree mejor que el resto de los mortales tiende a pensar que los demás son inferiores. De ahí a considerar que sus ideas y actos son los que deben prevalecer sólo va un paso. Únicamente él tiene capacidad para decir lo que está bien y mal, la autoritas para juzgar y, llegado el caso, el derecho de pernada. Los demás están para obedecer, a lo sumo para figurar. Nada nuevo bajo el sol; seres y clases de este cariz siempre han existido si bien variando, según la época, los requisitos para pertenecer a la casta superior. Hoy, además del poder y la riqueza, títulos sempiternos de prestigio entre pobres de mente y espíritu, es obligado militar en esa categoría urbana acomodada, liberal – progresista y laicista, ostentando todos los marchamos de moda desde la inclusividad a la sostenibilidad. Una suerte de élite tecno sofisticada tan líquida como su sentimiento de superioridad. Ser parte de ella, además de seña de modernidad, confiere un aire de supuesta intelectualidad innegablemente superior que la hace muy atractiva.

Claro que, para acceder a tan alto estatus y ser reconocido en el club, además de comprar el paquete completo de todo lo más políticamente correcto, es preciso ejercer una arrogante superioridad despreciando al que no comparte tan vanguardista sofisticación. Tampoco es que requiera mucho esfuerzo, basta con mirar con desdén todo aquello que tenga tintes tradicionales o religiosos. Porque lo importante, además del dinero, es sentirse superior a esos tipos pedestres, ignorantes, básicos, incapaces de apreciar el mundo feliz que les ofrece el sistema y que además tienen la osadía de poner en riesgo sus torres de marfil con discursos populistas.

Tan cegados están por su superioridad que no son capaces de percatarse de la creciente legión de personas que no habitan en el paraíso de la modernidad sofisticada que tantas veces les han prometido, sintiéndose engañadas y maltratadas por el sistema. Ni tan siquiera les reconocen el derecho a indignarse y manifestar su indefensión. Desde su ensoberbecida altanería lo único que se les ocurre es despreciarles y, con más miedo que vergüenza, tratar de desacreditarles calificándoles de populistas.

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