Desde el inicio de la invasión de Ucrania han resurgido las voces que hablan del declive de occidente. Un declinar entre cuyas causas destaca la decadencia de sus élites.
Que Europa camina hacia su ocaso no es una sensación sino un proceso largamente anunciado. Limitándonos al siglo XX, desde que Oswald Spengler publicase su famosa obra “La decadencia de occidente” (1918-1922), los acontecimientos han confirmado su aserto de que la cultura occidental se encontraba en su etapa final. El pertinaz empeño de sus dirigentes en renegar de los valores que la alzaron a su posición de liderazgo, ha llevado a la sociedad occidental a un progresivo debilitamiento cuyas causas y consecuencias han ocupado a múltiples autores.
En su resurgir, tras devastadoras guerras, Europa se refugió en una falsa paz mercantilista, adaptando a ella sus principios, abandonando tras el telón de acero a sus conciudadanos, aceptando una defensa tutelada y asumiendo el papel de mero testigo en la guerra fría. La caída del muro trajo cierta euforia tan poco reflexiva como ávida de ganancias, llevando a los mercaderes a una carrera sin brújula hacia la globalización. Poco duró el feliz sueño y a la vuelta del milenio la menguante cultura occidental, otrora faro de humanismo y progreso, manifestó graves síntomas de agotamiento reflejados en una Europa subordinada a las nuevas potencias. Hoy, la invasión de Ucrania ha evidenciado que la rica Europa parece estar condenada a padecer su impotencia y a que decidan otros.
Sea un movimiento cultural, una sociedad, un estado o una civilización, su deriva al colapso resulta de la dilución de los valores que lo configuran y la quiebra de sus estructuras e instituciones. Causas hay muchas desde las naturales y bélicas hasta las económicas, socioculturales y antropológicas soliendo darse de manera combinada. Pero un factor determinante para que el proceso desintegrador sea más o menos agudo es la contribución de las élites al mismo y su capacidad para liderar la respuesta social adecuada. Porque al igual que la génesis y expansión de un movimiento se debe al impulso de lo que Toynbee denominó “minoría creativa”, el esfuerzo para hacer frente a los retos que lo amenacen también exige liderazgo. Así, si quien lo debe asumir son élites degradadas, serán incapaces de liderar respuestas eficaces, éticas y creativas, contribuyendo a acelerar el colapso social.
Obviamente el peso de las élites se debe a su mayor potencial para definir los modelos sociales en los que se desenvuelven las personas condicionando su actitud ante la vida. Pero además son referentes a los que se les presupone una capacidad y ejemplaridad superior a la media. De ahí que sea posible prever cual será el devenir de una sociedad a la vista de la “calidad” de sus élites. Cuando ensimismadas en sus logros personales y orgullosas de su estatus se distancian de las gentes, merma tanto su capacidad para resolver los problemas sociales, como su ejemplaridad, convirtiendose en obstáculos para superar los desafíos y en claros inductores de la decadencia. Además, si como sucede hoy en día, asumen costumbres y hábitos propios de quienes no han tenido la fortuna de adquirir otros más cultos y elevados, tienden a vulgarizarse y rehusar las obligaciones de su condición excepto para mandar, figurar y disfrutar de los privilegios.
Que la palabra “élite” tenga hoy tintes peyorativos no es de extrañar y resulta muy sintomático. Tradcionalmente el trato distintivo a las élites obedecía al reconocimiento de unos atributos que van más allá del mero enriquecimiento, fama o éxito. A sus miembros se les presuponía una distinción reflejo de su cultura, modales, honradez, coherencia, y generosa asunción de responsabilidades sociales. Cualidades que hoy en día resultan axfisiantes para muchos de los integrantes de las supuestas “clases dirigentes”, o en todo caso incompatibles con el individualismo, la incoherencia y la volatilidad de principios que su egoismo materialista demanda. De ahí que, además de ampararse en el relativismo y los eufemismos para diluir su responsabilidad, sean los primeros en renegar de su condición de élite, habiendo logrado a tal efecto su mayor triunfo degenerativo; camuflarse como “demócratas”, “iguales” y defensores del valor supremo de la “libertad individual”, para poder hacer lo que les plazca, contradecirse y cambiar de opinión según convenga protegidos frente a todo reproche por su libertad individual.
Cuando las élites se vulgarizan y renuncian a la ejemplaridad por interés, comodidad y egoísmo, pero no a su estatus privilegiado, dada su degradación lo único que pueden liderar es la decadencia, acelerando el colapso social.
