A quienes, cegados por abatir adversarios, no dudan prender fuegos que causan graves daños sociales, sirva el ejemplo de Conrado. Aunque cierto es que si rectificar es de sabios, arrepentirse lo es de seres nobles con espíritus valientes.
Piacenza, capital provincial erigida por los romanos en el valle del Po, siendo lugar de paso a los pies de los Apeninos ha conocido muchas historias; entre ellas la de su vecino Conrado. De la noble familia de los Confalonieri, allí fue a nacer nuestro protagonista en torno a 1290. Amante de la vida mundana, desde jóven le atrajeron la aventura, las armas y singularmente la caza. Inclinaciones y aficiones que poco cambiaron al contraer matrimonio con con una dama de su misma clase y condición llamada Eufrosina de Lodi.
Estando un día cazando, viendo Conrado con creciente enojo que los conejos y liebres de sus campos se escabullían entre el matorral, ordenó a sus criados que prendieran fuego para hacer que saliesen de sus madrigueras. Emocionado por su brillante ocurrencia, tan absorto estaba abatiendo piezas que no se percató de que el fuego se iba extendiendo. Cuando advirtió las consecuencias de su hazaña ya era tarde para controlarlo y las llamas arrasaron campos y casas. Atónito, cobardemente incapaz de afrontar su irrresponsabilidad, Conrado y compañía escaparon sigilosamente regresando a la ciudad sin que nadie les viera.
Por ser tan extenso y grave el daño causado, la autoridad se vio obligada a intervenir. No tanto para hacer justicia como para calmar a la airada población que pedía la cabeza de un culpable. Así resultó apresado y acusado un pobre hombre hallado en las cercanías del incendio. Sometido a “severo interrogatorio” el desgraciado se confesó culpable y careciendo de medios para resarcir a los damnificados, el gobernador Galeazzo Visconti le sentenció a muerte.
Enterado de la condena de un inocente, estando el cadalso dispuesto, Conrado se arrepintió y presentándose ante el gobernador se declaró culpable. Para pagar los daños a él y a su mujer les confiscaron todos su bienes quedando ambos en la miseria. Pero ante tamaña desgracia, Conrado y Eufrosina no se hundieron. Tras larga reflexión, vieron en ello la mano de Dios tomando una decisión radical; consagrarse al Señor. Eufrosina ingresó en el monasterio de las clarisas de Piacenza y él, en cuyo espíritu el pálpito aventurero seguía vivo, emprendió larga peregrinación por santuarios viviendo como ermitaño dedicado a la penitencia y oración.
Así, cual alma errante, tras vestir en 1315 el hábito de la Tercera Orden franciscana de Calendasco, Conrado recorrió Italia, pasó por Malta y arribó a Sicilia. Allí, en Noto Antica, al sur de Siracusa, se dedicó al cuidado de los enfermos creciendo su fama de santidad. Al poco, el cazador eremita, se retiró a una cueva cercana, la Grotta de Pizzoni, haciendo penitencia, sanando a enfermos e implorando a Dios por la conversión de los hombres de peor vida y la liberación de desastres naturales hasta su fallecimiento en 1351.
Canonizado en 1625, la Orden franciscana venera a este ilustre miembro seglar de su familia y celebra la memoria de San Conrado Confalonieri de Piacenza el 19 de febrero.
