Chamberilera de pro y cumpliendo años

Soy castiza, festiva, familiar, algo levantísca y muy de barrio. También muy popular, pero quizás muchos no sepan que cumplo años; 150  desde que en 1887 me ajardinaron.

Me han llamado placita, plazuela y plaza Vieja, pero desde hace mucho tiempo los vecinos me conocen como “plaza de Chamberí”. Dicen que me viene de Chambéry, capital de Saboya. Sí, yo tan castiza, con nombre gabacho y además de padres inciertos. Según unos lo inspiró la reina Luisa Gabriela de Saboya a quien el paisaje le recordaba su tierra, otros que lo debo a un regimiento napoleónico que asentó sus reales por aquí en la guerra de la Independencia. Yo, no por remilgada sino por lo que dicen los papeles, me quedo con la real madrina porque a estos entornos, antes de nacer  Napoléon, ya les anunciaban como los “altos de Chamberí”.

Dicho lo que sé de mi nombre, antes de seguir haré una aclaración. Donde yo me reconozco no es tanto en la ajetreada glorieta que el callejero llama Plaza de Chamberí. Sin hacerla de menos, que tiene su aquél, sus gentes y cosas que enseñar, mi corazón es más chico; soy el recodo de la plaza; un refugio protegido por la espadaña de un convento y vigilado por la Junta Municipal. Además, aun pudiendo presumir de orígenes, no me remontaré al medievo cuando fui parte de frondosos bosques, tierra de los caballeros del Temple o lugar escogido por reyes y cortesanos para cazar, porque sólo vengo a hablarles de cómo fuy ajardinada y de cómo me veo hoy.

Entrado el siglo XVI aquellos bosques fueron tornándose eriales, labrantíos y huertas, surgiendo molinos y tejares abriéndose un nuevo mundo tras la cerca de Felipe VI. Pues sea dicho que, hasta bien entrado el XIX, por esta parte, Madrid acababa en las puerta de Santa Bárbara. Poco a poco, naturales y foráneos que no cabían dentro de la vieja villa fueron poblando, a su manera, aquellos arrabales. Y en eso, que, para poner orden, en 1857 Isabel II manda hacer el que sería famoso “Plan del Ensanche de Castro”. Entre mil reformas incluiría en la capital el “barrio de Chamberí”, hoy distrito, en el que yo aparecía bien pintada y con mi nombre. Con espíritu higienista el Plan también quiso reverdecer el árido casco urbano dibujando no pocas plazas verdes. Pero la sempiterna especulación sólo dejó que algunas lo lograsen; entre ellas esta servidora y así, en 1877 me ajardinaron.

Al poco, dos proyectos me cubrieron las espaldas del aire frío de la sierra y me ennoblecieron. En 1883 inauguraron el convento de las Siervas de María que Galdós menciona en Tristana, donde yace su fundadora; la santa madrileña María Soledad Torres Acosta fallecida en 1887. A su vera, en mi lado noroeste, unos diez años más tarde, en solar que fue de la quinta del marqués de Santiago, levantaron un edificio, de fachada algo afrancesada, que alberga la Junta Municipal del Distrito. Desde entonces han cambiado muchas cosas, como que ahora soy vecina del distinguido barrio de Almagro, pero en esencia soy la misma.

Hasta los ochenta del pasado siglo fui perdiendo verdor y espacio, conservando arideces, algunos árboles y macizos. A su sombra, en suelo de tierra, había juegos infantiles, un quiosco para el aperitivo, la escultura de Benlliure de la actriz Loreto Prado, unos bancos y casi tantos niños y mayores como palomas y gorriones. Llegó 1985 y me reformaron de arriba abajo. Siendo plaza de espíritu abierto a los vecinos no les gustaron nada las arquerías y muretes con los que me encerraron. Así que, tras no pocos dimes y diretes, en 1994 volvieron a levantarme para dejarme como soy ahora y con un aparcamiento en mis entrañas. Fui enlosada, quedando de tierra un espacio para infantes rodeada por una verja. A su lado un templete de música de hierro forjado, ladrillo y granito y, en el punto opuesto, una fuente de piedra, de pilón redondo con rocalla surtidor y tres nenes de bronce, circundada de flores y verja. Loreto Pardo sigue ahí, aunque en copia que la genuina estaba muy deteriorada. Alternando se reparten muchos bancos de madera y grandes maceteros cada uno con su árbol.

De aquel paisaje boscoso a quien mi nombre debo, sólo quedan unos testigos tantas veces removidos. En turnos, siguen ofreciendo a vecinos y transeuntes lo que siempre les he dado; refugio, sombra, lugar de juegos y encuentros, mercadillos y festejos. Ellos, los apenas treintaañeros que hoy hacen guardia, arces, plátanos, acacias y tilos, son los que me han dicho que están de fiesta porque cumplo 150 años ajardinada.

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