De poder y reprimidos

Alguien dijo que el odio es una forma disfrazada de amor. De ser así, a la vista de la proliferación de odios en la sociedad y en la política, debemos vivir tiempos de aluvión de amoríos enmascarados.  

En una socideda que se dice tan libre y tolerante resulta llamativo el creciente número y diversidad de aspectos de la vida que concitan la aversión etrema por parte de grupos de todo color particularmente del progresismo y nacionalismo. Odios que, rayando a veces en el fanatismo, han calado no poco entre las gentes hasta el punto de servir a la orientación y acción política. Da igual que se trate de una aficción, un alimento, una devoción o creencia, la bandera, el idioma o un juguete no hay sector que se libre de los estigmas de una suerte de beligerante puritanismo reformista que convierte aquello que no comparte en enemigo a erradicar.

Causas que justifiquen la inquina fanatizada siempre se encuentran, desde la protección de las mujeres, del medio ambiente o de los derechos de los animales hasta el nacionalismo o el pacifismo, y si no se las inventan, pues el odio, por irracional, no precisa de sólidos argumentos. Pero tampoco es que se odie todo lo que objetivamente es aborrecible ni se rechace con la misma contundencia; véase sino la escasa repulsa que genera la corupción o la mentira. Porque en esto de las fobias extremas como en tantas otras facetas de la vida las varas de medir también se adaptan a lo que convenga.

En mayor o menor medida nadie está exento de tener fobias que expresamos con nuestras inclinaciones a la hora de escoger una u otra opción. Pero de ahí a convertir aquello que nos repele en objeto de odio va un abismo que nos adentra en lo patológico. Se puede sentir aversión por la tauromaquia y hasta considerarla nociva promoviendo su desaparición, pero alegrarse de la muerte de un torero no tiene calificativo. Lo mismo cabría decir de otros tantos casos en los que el odio y el deseo que provoca de producir daño induce a causarlo, a festejar que se cause o, lo que suele ser más común, excusar cuando no justificar que se produzca. El reciente acoso a la familia de Canet del Mar por querer que su hijo estudiase en español es un  ejemplo de lo que puede generar ese odio latente que ha arraigado en parte de la sociedad y que desgraciadamente aflora con inusitada frecuencia en los más diversos ambitos.

Ante esta situación, que por su gravedad no debe relativizarse, es lógico preguntarse de donde surge tamaña corriente de anivadversión extrema. Fuentes sin duda hay muchas y  complementarias como han expuesto muchos expertos en este tipo de patologías sociales, pero para mi, lego en la materia, como simple observador, hay una que no diré es la clave pero sí que tiene su importancia. Se trata de la abundancia en esferas de poder social, mediático, educativo o político de personas que comparten un mecanismo psicológico que, a título ilustrativo, denominaré mala conciencia.

Son seres cuyas respuestas ante determinados supuestos vienen condicionadas por deseos reprimidos. Así, frente a aquello que en el fondo desean, pero que por algún motivo sienten como algo negativo, reaccionan en sentido opuesto y cuanto más reprimido está el deseo, más extrema es la reacción llegando al odio. El puritanismo, el totalitarismo y todas sus derivadas se nutre de este tipo de seres fanáticos abanderados de su mala conciencia. Gentes que, para ocultar cualquier sospecha de flaqueza, gustan de exhibir una moral superior o una adhesión inquebrantable a lo políticamente correcto, estando dispuestas para ello hacer lo que sea menester. No son ni tan siquiera conversos a la causa, pues tan pronto pueden dan rienda suelta a sus deseos ocultos haciendo todo lo que hipócritamente decían aborrecer.

Basta echar una ojeada al panorama para comprobar cuantos de los que han promovido y tolerado tanto odio disfrutan de aquello por lo que estigmatizaron y causaron daño a quienes, no siendo unos reprimidos, lo deseaban abiertamente. Lo sorprendente no es que existan estos tipos, sino que abunde tanto reprimido con influencia y poder hasta el punto de que su patrón de conducta se haya instalado en no pocos sectores sociales sin encontrar apenas resistencia. Pero esto es harina de otros costal que daría para otras reflexiones, sólo diré que cuando un reprimido tiene poder es como aquello que decía Allan Poe de los locos, cuando parecen completamente sensatos, es ya el momento de ponerles la camisa de fuerza.

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