Vivir la modernidad como culto al futuro, sin anclajes pretéritos, es de locos; como avanzar sin luces entre una espesa niebla hacia una costa aún por dibujar. Sólo los niños, ajenos al pasado, pueden permitirse ser genuinamente modernos. Los demás más bien somos náufragos lidiando con nuestro tiempo a la sombra de lo que fue; elogiando la novedad a la par que buscando lo que necesitamos en las ruinas de mil y un naufragios.
Entre las ventajas de los pueblos sobre las ciudades, que algunas guardan, está la de poder dejarte caer por sus viejos cementerios sin mayor dificultad. Lejos de ser afición siniestra, visitar camposantos es costumbre reposada e instructiva. Además de apreciar las obras de arte que no pocos atesoran, permite encontrarte con el reverso de la moneda de la vida. Ese lado llamado cruz por figurar en el, divididos en dicha forma, los escudos que nos dicen de donde vienen las caras. Será por ello que, aun desconociendo a sus huéspedes, el ambiente de los cementerios resulte familiar. Los epitafios de las lápidas suenan cercanos y los mausoleos, panteones, tumbas y nichos reflejan un pasado que se asemeja muy mucho al mundo de los vivos.
Fuera, al otro lado de la tapia que sirve de refugio al sosiego, la modernidad, que todo lo altera, rompe el silencio. Bulliciosos turistas bajan en tropel de autocares cargados de ilusiones. Equipados a la moda excursionista y móviles en mano para captar y compartir el momento, miran alrededor y se agolpan tras el guía que ha de llevarles a ver lo importante, lo que hay que conocer. Siendo tan apegados a lo actual diríase que ansiasen ver lo más novedoso, lo último, pero no, lo que les ha atraído, amén de algún paisaje, es el pasado, lo antiguo; el palacio, la casona de tal o la estatua de cual y, si hay ruinas, mejor. Hoy vienen avisados de una feria de antigüedades y sonríen complacidos al ver un cartel que anuncia: “Desembalaje, anticuarios, almoneda y brocante”.
Apreciar vestigios históricos lejos de estar reñido con la modernidad es parte intrínseca de ella. En un tiempo en el que todo se sucede con inusitada rapidez las personas ansían referencias, anclas a las que asirse para no verse arrollados. Precisan ahondar en sentimientos de pertenencia, tener raíces y formar parte de una historia. Experimentar e innovar no exige hacer tabla rasa como propugnan quienes desdeñan lo antiguo como caduco frente a lo nuevo y tecnológico. Al contrario, progresar es subirse a los hombros de los náufragos que nos precedieron para avanzar sus sueños inconclusos, que son los nuestros, conservando todo lo bueno y bello que lograron. Lo demás es presunta originalidad tan fútil como vacua y efímera. Y, porque el pasado está tejido de hechos que explican el presente y nos hablan de quienes somos, aquellos que, abducidos sólo por el futuro, lo ignoran, están condenados al fracaso. Como señalaba Chesterton “si queremos construir una nueva civilización debemos buscar lo que necesitamos en las ruinas de la vieja civilización”pues“mirar al pasado con aires de superioridad es la más estúpida de todas las superioridades: la de la simple aristocracia del tiempo.”
Apoyado en una tumba modernista, mirando un mar que ha conocido tanto progreso como náufragos, me vino a la memoria aquello que dijo un maestro en lides mortuorias como en tantas otras, el gran periodista Luis Carandell: “no se puede conocer a los vivos sin haber visitado antes a los muertos”. Que en paz descansen y que nunca les olvidemos.
