Lección de valor y precio en tiempos de pandemia

Pequeñas decisiones marcan diferencias y en ocasiones son muy pedagógicas. Llegar a la playa y encontrar los aseos abiertos y en perfectas condiciones de uso fue una muy grata sorpresa. Quien piense es una nimiedad se equivoca. Ni poder satisfacer una necesidad fisiológica imperiosa en lugar decente es asunto baladí ni la decisión de optar por la gestión frente al cierre en tiempos de pandemia es cuestión menor. 

La temporada pasada los responsables de la playa, siguiendo criterio tan generalizado como simplista de combatir el virus con prohibiciones y clausuras, decidieron cerrar los aseos públicos. Pero, como su capacidad no alcanzaba para obligar al personal a hacer lo propio con sus esfínteres, el resultado fue el imaginable; pocas veces se vieron las refrescantes aguas del Cantábrico tan concurridas.

Por fortuna este año ha imperado la sensatez y en vez de matar al perro para acabar con las pulgas han decidido cuidar al can aseándole con frecuencia. Claro está que para ello ha sido preciso dotar a la instalación de los medios necesarios; básicamente alguien que se ocupe de su gestión. Hasta aquí todos contentos: el municipio por prestar un mejor servicio público, los usuarios por poder atender sus hábitos evacuatorios sin la angustia de inmersiones obligadas y la madre naturaleza aliviada de residuos. Pero como era previsible no todo han sido sonrisas.

Por alguna razón ancestral entre nuestros paisanos está muy extendida y asentada la creencia de que lo público es sinónimo de barra libre. Para eso están los impuestos, se escucha con frecuencia cuando se exige el pago por ciertos servicios. Probablemente tenga mucho que ver esa suerte de pacto tácito de silencio establecido de antaño en España entre gobernantes y gobernados sobre el coste de lo público. A unos no les parece convenir explicar en qué se gastan los dineros; igual es que en muchos casos valor y precio tienen difícil encaje. Por su parte, a los otros les resulta como de mala educación, incluso una afrenta, que les recuerden lo que cuestan las cosas. Así no es extraño que la mayoría de los ciudadanos desconozcan el coste del servicio que reciben y de paso tampoco les interese en demasía de donde sale el dinero para pagarlo. Nuestra ingente deuda pública no es ajena a costumbre tan atrasada como opaca. Tampoco lo es que la mayor parte de los aseos públicos estén hechos un asco.

Con estos mimbres sociopolíticos no es de extrañar que no pocos bañistas, al comprobar que para acceder al lavado se les exigía el pago de cincuenta céntimos, tornasen su sonrisa en mueca hostil y manifestasen airadamente su enfado al encargado. De poco servía explicarles que para mantener abierta la instalación en  lugar tan concurrido y con el virus acechando era preciso contar con personal que la limpiase tras cada uso y que ello suponía un sobrecoste. ¡Ya es el colmo! se escuchaba, ¡lo que faltaba!, hasta para mear hay que pagar peaje. Algunos incluso en un alarde de cerril rebeldía rechazaban el servicio con un contundente ¡conmigo que no cuenten!

Pero como las aguas, y nunca mejor dicho, terminan por encontrar su cauce, a medida que los usuarios salen satisfechos y se ha corrido la voz de las bondades del servicio, la disidencia ha ido amainando. Algún contumaz quedará y probablemente con cada nueva oleada de bañistas se repetirán escenas de indignación aunque ya su eco será muy escaso. Porque la mayoría de los que hacen cola educadamente, esperando la señal de un atento y eficiente encargado, han sabido reconocer que el valor de su necesidad bien merece el precio.

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