Zapeando estaba, que es fórmula vaga de deambular sentado con mando a distancia en vez de a pie con bastón, cuando me topé con ella. Sin mayor referencia, por mera curiosidad, pulsé «ver». Poco a poco destellos de la actualidad fueron reflejándose en una historia de hace noventa años. Los personajes y las motivaciones que iban desvelándose resultaban tan familiares como las manipulaciones denunciadas, tejidas como hoy desde confortables torres de marfil con aroma a sepulcro blanqueado.
Más allá de sus méritos cinematográficos, cuyos valores técnicos mi escasa pericia cinéfila no da para juzgar, Mr. Jones, película polaca estrenada en 2019 dirigida por Agnieszka Halland, merece muy mucho ser vista. Sin grandes alardes, con pinceladas precisas, relata un drama en el que la alienación ideológica, el poder cobarde y sus ilustrados lacayos se confabulan para camuflar una verdad tan incómoda como terrible. A corto lograrán su propósito sin inmutarse ante el daño causado y aunque, a la postre, la épica solitaria de Mr. Jones abre paso a la verdad, a la larga, sus negras ideas y siniestras maquinaciones han pervivido cosechando grandes éxitos.
Por ello creo que Mr. Jones hace dos grandes aportaciones. Primero mostrar sin ambages de lo que es capaz la mendacidad y la barbarie envueltas en cínico pragmatismo y utopía comunista revolucionaria, que no es poco. Pero también y no menos trascendente servir de espejo en el que mirarnos. Porque si las esencias del drama y sus actores siguen estando muy presentes en la política cotidiana es debido a que muchos biempensantes, para sentirse más demócratas y liberales, llevan años comprando mercancía averiada, valores, principios y argumentos esencialmente comunistas, negándose a mirar de frente a la verdad como sí tuvo el coraje de hacerlo Mr. Jones. Cuentan que su sinceridad inspiró a George Orwell para escribir su satírica fábula sobre el régimen soviético «Rebelión en la granja» (1945), obra que, casualmente, hoy también resulta muy familiar.
Basada en hechos reales, la película narra las adversidades a las que se enfrenta el periodista galés Gareth Jones (1905 -1935), en busca de la verdad, y la persecución de que es objeto cuando revela el Holodomor o Genocidio ucraniano perpetrado por Stalin a principios de los años treinta. Testigo directo de las hambrunas masivas programadas por el partido comunista soviético que llevarían a la muerte por inanición a millones de ucranianos, el joven Jones no se aviene a permanecer callado; se niega a ocultar lo que sus ojos han visto. No fue el primero en denunciar los horrores de la colectivización comunista, alguna noticia ya se había publicado en medios europeos pero, habiendo sido Jones asesor del primer ministro británico, su testimonio cobraba mayor notoriedad resultando más peligroso.
Ante semejante amenaza el poder comunista responde como acostumbra; envolviéndose en el victimismo, negando la mayor, acusando al mensajero de reaccionario, chantajeado y sobre todo retorciendo la realidad hasta donde sea preciso. Y para ello, además de hacer gala de su innata capacidad de manipulación, cuenta con la leal complicidad de sus más seguros servidores; abducidos intelectuales occidentales, pedantes apologetas de salón de experimentos revolucionarios, grupos financieros celosos guardianes de sus intereses y fuerzas políticas siempre dispuestas a sacrificar al prójimo en aras de la socorrida razón de estado cuando ésta coincide con su agenda. Unos y otros ponen a trabajar a sus plumíferos a sueldo para desmentir y desacreditar a Mr. Jones. Entre estos, tendrá un papel estelar el sofisticado ganador del Premio Pulitzer y corresponsal del New York Times en Moscú, Walter Duranty. Tan prestigioso como corrupto, Duranty se afanaría en negar el informe de Jones calificándolo como «una gran historia de miedo».
Sin gran esfuerzo ni creatividad alguna podríamos sustituir a los personajes de la película por protagonistas de la vida cotidiana, hasta el corresponsal del New York Times tiene su alter ego en Madrid. Afortunadamente también existen tipos honestos y valientes como Mr. Jones, pero su coraje de poco servirá si tantos siguen considerando al comunismo una ideología digna de respeto. Ser comunista hace cien años podía tener un pase utópico pero hoy aceptar el mito de un experimento brutal y fracasado no tiene justificación. Su mayor éxito ha sido camuflar su historia, negarlo todo, hasta lo más evidente y no pedir perdón por nada. Porque si algo les caracteriza es que los mismos que exigen a doquier que se pida perdón jamás lo hacen. Si acaso, in extremis, construyen un relato a su medida sin ánimo alguno de rectificar.
Los artículos de Walter Duranty sólo fueron calificados como muy malos reportajes, continuó siendo corresponsal del New York Times hasta 1940, nunca se le retiró el Pulitzer y murió a los 73 años tranquilamente en Florida. Gareth Jones no recibió premio alguno y fue asesinado a tiros un día antes de cumplir treinta años. Sus diarios, en los que registró el genocidio de la Gran Hambruna Soviética, tardarían ochenta años en ser expuestos públicamente por primera vez en Cambridge en 2009.
